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Manuel Alcaraz

Palabras para José Ramón Navarro Vera, con ocasión de la entrega del Premi Miquel Grau

El urbanista premiado, José Ramón Navarro Vera

Las ciudades son lugares que suceden, porque en ellas el tiempo se condensa, conminando a la realidad a establecer relaciones, contradicciones; a permitir la emergencia de sujetos de la acción. Historia al fin. Hay tiempos para soñar y tiempos para arrepentirse, tiempos para lamentar y tiempos para ensalzar. Miquel Grau es un brote del tiempo del grito contra el silencio, plantado para siempre en la plaza de los Luceros, surtidor de memoria herida. Conmemorar su muerte es una manera de arraigarnos en el tiempo de la democracia, de la decencia, de la solidaridad. Y premiar a alguien con esos valores, en su nombre y con su nombre, dignifica tanto al premio como al premiado. Actuar ahora de breve mediador en esta esquina del tiempo es para mí el mayor de los honores. Aunque no esté a la altura del intento, sumo a estas palabras convicción, agradecimiento, afecto y amistad a José Ramón Navarro Vera.

De él debo afirmar sus oficios de ingeniero, de hacedor de puentes; y de urbanista, de docente del urbanismo, de autor académico -no olvido su tristeza en la hora de la jubilación-. Pero, sobre todo, debo insistir en su faceta de pensador de ciudades, de creador de lecciones sobre el buen vivir urbano. Y nadie como él, en esta ciudad, ha sido todo eso para bien y con la capacidad de ceder un legado perdurable.

Conocí a José Ramón a través de sus escritos, con admiración enorme. Un conocimiento, pues, desde la distancia, que se recortó para siempre cuando le propuse que, en el primer curso de la Sede de la UA, dirigiera el Seminario de Urbanismo. Ahora reconozco que le llamé con ese temor extraño, tan saludable, que provoca la admiración. Aceptó el encargo. No sin reflexiones, vueltas y circunloquios, algo absolutamente propio en él. Acepto, no sin advertirme de los problemas que podría causar, de las dificultades que procuran sus críticas. Su humildad le llevaba, y creo que le sigue llevando, a ese existencialismo crítico que comienza por sí mismo, y que es lo que le ha hecho insustituible. Si su alumnado se benefició de experiencia y conocimiento, la ciudadanía se ha favorecido con sus alegatos, absolutamente procedentes, con sus propuestas vertidas en medios de comunicación o presentaciones públicas, que poco le aportaban a él como no fueran disgustos, compensados por el aprecio y respeto de amigos… y hasta de enemigos. Una vez criticó a un alcalde y este pregunto, resignadamente, si acaso ha habido algún alcalde -o alcaldesa- que no haya sido criticado por José Ramón. Pues no, afortunadamente. Por eso brilla más su radical sinceridad: en esta ciudad demasiado enamorada de su bondad y sus afonías, no abundan buenos ciudadanos.

La primera conferencia que escuché, en ese ciclo, de José Ramón, fue sobre la piel de la ciudad, esto es, sus pavimentos, atendiendo a sus texturas, colores o materiales. Aprendí mucho aquella noche: no sólo porque el tema era original, sino porque aportó una gran lección: en la ciudad no hay sitio pequeño ni iniciativa vana, sino decisiones que contribuyen a hacerla mejor o peor en la construcción cotidiana de lo posible. Aprendí que no existe lo neutro en una ciudad compleja. Entender eso, a la vez, es una incitación a la atención y al compromiso; no se trata sólo de coleccionar detalles, sino de entender que, en esos detalles, nimios como el bordillo de una acera, o enormes como una pieza urbanística, es donde crecerá el sentido o el sinsentido que justifica la vida urbana.

Años después leí, por sugerencia de José Ramón, a Jane Jacobs, y en un párrafo esclarecedor, entendí mejor el sentido de aquella primera lección: “Una vecindad en armonía logra un milagroso equilibrio entre la decisión de sus moradores de conservar su intimidad y su simultáneo deseo de establecer diversos grados de contacto, esparcimiento y ayuda con los vecinos. Este equilibrio se compone principalmente de infinidad de pequeños detalles administrados con sensibilidad, practicados y aceptados tan espontáneamente que habitualmente se pasan por alto”. José Ramón, en unas bellas páginas sobre Borges y Buenos Aires se refiere, me parece, a esto: “Una ciudad es como un texto, pero cuya construcción y reconstrucción se producen continuamente, no sólo en la realidad de su materia espacial y física, sino mediante las miradas, experiencias, deseos de los que la viven, o piensan”. A esto ha contribuido su didáctica alicantina: a enseñarnos a leer entre renglones torcidos de encantamientos y frustraciones.

Me parece que todo lo que aprendimos de José Ramón gira sobre esa idea: o la ciudad es un lugar de sentido que da sentido a la vida en común, con sus elementos materiales y simbólicos, o se deteriora hacia ser un “no lugar” en el que la existencia se vuelve áspera. Mucho hemos conocido en Alicante de eso, de cómo se le arrebataba su espacio público, sus escenarios de convivencia. Y nunca, nunca, faltó, ni falta, la voz de José Ramón, alzada contra esa arbitrariedad. La mejor prueba fue su lucha incesante, en la que muchos nos curtimos en torno a él, contra el Plan Rabassa, el ejemplo de peor urbanismo que se quiso practicar y que pudo parar una movilización ciudadana armada sobre un saber experto que, entre otros, proporcionó él. Allí nació la Plataforma de Iniciativas Ciudadanas, de la que fue parte constituyente y esencialísima. Detallar aquí sus aportaciones es imposible, pero piénsese en cualquier debate, protesta, elaboración o propuesta y en ella estará él. Y no siempre sin alguna desazón. No era fácil, a veces, convencerle de algunas cosas. Y como mi amistad también ha crecido aprendiendo a entender sus reticencias y algunos enfados, le diré ahora que una ciudad es también el lugar de la paciencia y del abrazo.

Una anécdota: acercándose una elecciones municipales propusimos elaborar un libro con aportaciones teóricas; el volumen se llamó “Pensando en Alicante. Ideas para otro modelo de ciudad”, y creo que fue una buena idea, a la que concurrimos líderes ciudadanos, profesores, geógrafos, historiadores, urbanistas, sindicalistas, arquitectos… Pero José Ramón nos anunció que no estaba de acuerdo, que no pensaba participar y hasta que abandonaba la PIC. Lo lamentamos muchísimo pero el libro estaba lanzado. Casi cuando estaba en imprenta José Ramón llegó… pero no con un artículo, sino con dos… Y así sigue, ya lo vemos: de tiempo en tiempo escribe, habla e ilumina. Es uno de esos imprescindibles que tanto escasean.

Valgan estas notas como apresurado retrato de un hombre de bien, culto, independiente, inteligente y que lanza sus miradas sobre Alicante, sin el lenitivo del tópico, y con la rozadura de algunos dolores. Porque él no sólo sabe de los amores salvajes que hieren a Alicante de tanto en tanto, sino que suele saber qué podría hacerse para evitarlo y mejorar nuestra ciudad. El conocimiento, a veces, causa daño. Otro maestro a quien me incitó José Ramón, Henri Lefebvre, resaltaría en “La revolución urbana” que hay una práctica urbana que siempre es concreta. Esta es la penúltima lección de la racionalidad crítica de José Ramón: nos sigue comunicando que tenemos que ir a lo concreto, que hay que contraponer ideas y hechos a los monstruos de la sinrazón.

Y la última, gran lección. Dice Italo Calvino que “cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone” y que “la ciudad es redundante: se repite para que algo llegue a fijarse en la mente”. Pensar contra qué desierto crecimos en la Historia, contra qué desierto construimos Historia ahora mismo, es la redundancia que sólo nos permitirá fijar en nuestra mente la pregunta de qué somos nosotros mismos, los aquí reunidos, los que celebramos un premio, los que están fuera, quizá los que nunca se preocupen de estas cosas, porque la ciudad les sobre o porque la ciudad no llega a liberarles de otras angustias. Esa última lección, pues, es que esta es nuestra irrenunciable ciudad, la ciudad que con José Ramón Navarro Vera aprendimos a amar, quizá contra toda esperanza. Porque, como dice Kavafis:

“Dijiste: ‘Iré a otra tierra, iré a otro mar.

Otra ciudad ha de haber mejor que esta.

(…. …. …..)

No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares.

La ciudad te seguirá.

Vagarás por las mismas calles.

Y en los mismos barrios te harás viejo;

y entre las mismas paredes irás encaneciendo.

Siempre llegarás a esta ciudad. Para otra tierra -no lo esperes-

no tienes barco, no hay camino”

Muchas gracias, José Ramón, por estas y tantas lecciones.

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