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Carlos Gómez Gil

Palabras gruesas

Carlos Gómez Gil

Cazando conejos

Nunca he entendido que se pueda encontrar satisfacción matando animales, aunque forme parte de nuestros orígenes como cazadores primitivos, porque ni nuestra alimentación ni nuestra vida exige hacerlo de la misma manera que lo llevábamos a cabo cuando nos cobijábamos dentro de las cavernas. Y soy consciente de que hemos alterado tanto los ecosistemas que se pueden necesitar medidas para contener o equilibrar algunas especies que estén poniendo en peligro la supervivencia de otras. También es cierto que no es igual cazar en un coto privado en el monte, sobre especies menores criadas para la caza, que viajar a África con tu séquito y guardaespaldas para matar elefantes, un bellísimo animal en peligro de extinción por la codicia humana.

Pero, ¿cómo se puede coger la escopeta para salir casi a las puertas de tu casa, pongamos en el monte Orgegia, para deleitarte disparando a todo lo que se mueve, como si viviéramos en el paleolítico? Y tampoco es necesario que haya una normativa precisa que prohíba ponerte a pegar tiros a pocos metros de las viviendas, para saber que a la gente le gusta salir a pasear, a correr, a montar en bicicleta, con los niños o los amigos por los alrededores de nuestras ciudades.

Porque claro, disparar sobre un ciclista al que le llenas su cuerpo de perdigones mientras pedalea tan tranquilo, además de ser el resultado de la inconsciencia, al ponerte a pegar tiros en las afueras de la ciudad, es el resultado de una terrible confusión. Todos sabemos que no hay nada más parecido a un conejo que dos ruedas con neumáticos y radios, una buena horquilla de metal con su cadena engrasada, sus piñones y platos, sus bielas y pedales, coronado con un cómodo sillín, junto a un manillar dotado de unos buenos frenos en los extremos. Y para añadir más similitudes con los mamíferos lagomorfos de pelaje espeso y color pardo denominados conejos, sobre esta bicicleta hay un ciclista empeñado en hacer ejercicio a golpe de pedal.

De todos es sabido que hay pocas cosas tan parecidas en la fauna silvestre como un conejo y una bicicleta, de manera que es muy fácil confundirlos o que uno se interponga entre el otro. Lo cierto es que no se puede consentir que los alrededores de nuestros barrios sean zonas comunes de caza autorizadas para quienes anteponen sus primitivas pasiones a la seguridad de las personas. Y no se trata, únicamente, de la existencia de normativas que lo permitan o prohíban, sino de un mínimo de sentido común que lleve, a quienes les gusta disparar sobre animales, fuera de las ciudades, creo que no es tan difícil de comprender.

También es cierto que se ha normalizado tanto el disparar a todo lo que se mueve, especialmente por parte de muchos de nuestros responsables políticos, que no nos puede sorprender que otras muchas personas piensen que pueden liarse a disparos de la misma forma, contra lo que se pone a tiro. Y es que, mires donde mires, no paras de escuchar escopetazos.

Ahí tienen, por ejemplo, al presidente de la Diputación, Carlos Mazón, quien últimamente se ha vuelto de gatillo fácil, disparando esta semana contra Andrés Perelló, el recién nombrado nuevo director de Casa Mediterráneo, acusándole de ser un nombramiento político a diferencia, según ha disparado Mazón, de todos los diplomáticos que han dirigido esta institución de trayectoria errática. Es mucho lo que he escrito en este mismo diario sobre esta alta institución diplomática y, desde luego, no voy a ser quien defienda este nuevo nombramiento, pero olvida el señor Mazón que un ministro de su partido nombró al frente de Casa Mediterráneo a una profesora de la universidad de Castilla-La Mancha sin vinculación alguna con Alicante, quien sostenía que, como la ciudad carecía de capacidades adecuadas para acoger los actos que organizaba, se los tenía que llevar a Madrid o Valencia, llegando a proponer organizar en esta atribulada Casa bodas, bautizos y comuniones. Almudena Muñoz se llamaba, y parecía disfrutar degradando la institución y ofendiendo a los alicantinos a partes iguales, sin vinculación alguna con la carrera diplomática. Y antes de ella también estuvo otra ciudadana ajena a la diplomacia, Yolanda Parrado, cuya mayor aportación a la ciudad fue llenar de pintura las paredes de las harineras llamándolo arte mediterráneo.

Pero para disparos de grueso calibre los que el alcalde, Luis Barcala, no para de dirigir sobre el conseller de Educación, Vicent Marzà, sin importar que en medio de las ráfagas se vean dañados lo colegios de la ciudad y muchos niños sin instalaciones adecuadas como víctimas colaterales. O las ráfagas de ametralladora contra mendigos, transeúntes, mujeres prostituidas, personas de la tercera edad, vecinos de los barrios de la Zona Norte y todos los pobres de la ciudad que no para de lanzar la concejala de Acción Social, Julia Llopis, una francotiradora que va por libre y que, al igual que esos peligrosos lobos solitarios que actúan por una motivación ideológica extremista, nunca se sabe cuándo volverá a atacar. Por no hablar del Congreso de los Diputados, donde hay días en los que las ráfagas de grueso calibre retumban en las paredes de la Cámara. Es lo que tiene aficionarse a la caza.

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