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Antonio Gil Olcina

Calimas y lluvias de barro

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El polvo sahariano tiñe de amarillo la provincia de Alicante

Mediado el último marzo, invierno aún, la práctica totalidad de la Península Ibérica padeció un episodio de calima extraordinario por su amplitud, intensidad, duración, perturbación causante y tiempo asociado, consecuencias e insólitas visiones del mismo: la invasión de polvo sahariano desbordó la Península y alcanzó Gran Bretaña, se hizo sentir con fuerza y afectó negativamente la calidad del aire; iniciada el día 14, no desapareció por completo de la España Peninsular hasta el 22; motivada por un gran ciclón extratropical con nombre propio, la Borrasca Celia, se acompañó de tiempo revuelto y descenso térmico, proporcionado, con reducción de visibilidad, cielos turbios y anaranjados, recubriendo de una capa terrosa superficies nevadas. Sin apenas solución de continuidad, vinieron nuevas lluvias de barro los días 23 a 28, particularmente notorias las del sur: en Málaga se recomendó la permanencia en casa, ante el grave riesgo de resbalones y caídas por el barrillo de aceras y calles.

La fuente u hogar de este polvo es el Sahara, el mayor desierto planetario, subtropical cálido, extremo; debido esencialmente a subsidencia subtropical y continentalidad, reducida a mero detalle la corriente fría de Canarias. Ocupa, aproximadamente, 10.000.000 de km2, con 5.000 km de longitud, del Atlántico al Mar Rojo; 2.000 de latitud y anchura, entre el Atlas meridional o el propio Mediterráneo y una línea imaginaria de San Luis a Jartum, donde comienza el sahel. Con precipitaciones sumamente escasas (<100 mm) y muy irregulares; la evapotranspiración potencial es, en cambio, elevadísima (2.000-6.000 mm). Inmensa región hiperárida, se suceden años sin lluvia, 2 a 5 seguidos en buen número de observatorios, más todavía en el Sahara Oriental. Recordemos asimismo las enormes oscilaciones térmicas diarias, que rondan y, a veces, sobrepasan 50ºC; en estrecha relación con la insignificante cantidad de vapor de agua, que depara cielos limpios a la fortísima insolación diurna sobre superficies de albedo subido y permite, con acusado déficit de efecto invernadero, enormes pérdidas de calor por irradiación nocturna: así, a las horas de más calor, pueden alcanzarse 50ºC a la sombra, incluso más; por el contrario, al amanecer, el termómetro puede descender de 0ºC.

Sin desconocer la presencia de otras potencias coloniales (Inglaterra, Italia; entre 1883 y 1976, España), fueron los franceses quienes, a finales del siglo XIX, conquistaron la mayor parte del Sahara (toma de Tombouctou, 1894; sumisión de los “tuaregs”, 1902). Franceses han sido también los mayores y mejores estudiosos de este espacio geográfico; con investigadores de la talla de Birot, Capot-Rey, quizá el mejor conocedor del Sahara (“Le Sahara française”, 1953), Dresch, Dubief y Ozenda, entre otros; de destacar es igualmente la extraordinaria aportación del Institut de Recherches Sahariennes (Universidad de Argel). Aunque no falten algunas áreas montañosas, el interminable escudo plano del Sahara se reparte, primordialmente, entre mesetas estructurales barridas por la deflación (“hamadas”), suelos esqueléticos cuyos elementos menudos han sido arrastrados (“regs”) y campos de dunas (“ergs”) resultantes de la acumulación eólica de arenas, limos, arcillas y partículas de desintegración granular. De estos “ergs” se abastecen, preferentemente, los vientos de arena (0,1-1,0 mm), los de polvo, que movilizan partículas más finas (<0,08 mm); e inferiores aún las de brumas secas o calimas. Son estas las que nutren, en su caso, lluvias de barro, rojas o de sangre, así como, en menor medida, nieve ocre. Es de recordar que las lluvias rojas o de sangre constituían para los augures romanos anuncio de calamidades sin cuento, un presagio singularmente adverso.

Con estos manantiales de polvo, las tierras españolas más afectadas por la calima, en frecuencia e intensidad, son las más cercanas al Sahara, es decir, además de Ceuta y Melilla, las andaluzas, el sureste ibérico y, más que ninguna, con gran diferencia, el archipiélago canario. Proximidad del desierto y coordenadas geográficas auspician la aparición de calima en Canarias cualquier estación del año, si bien con mayor incidencia y consecuencias más acusadas en verano y otoño. Todas las invasiones de aire sahariano sean invernales o estivales, con temperaturas relativamente frescas o muy calurosas, se engloban bajo la designación tradicional de “tiempo sur”; se trata, sin embargo, de una denominación impropia, por cuanto las direcciones de los flujos que llevan el susodicho polvo a las islas son este, sureste y, raramente, noreste. Se habla de “tiempo sur” por contraposición rotunda de las citadas circulaciones a las predominantes, o sea, al régimen de los alisios. Es de notar que el contraste no solo es de rumbos -NE o NNE en los alisios-, sino también de procedencia: continental la de los vientos saharianos; por el contrario, los alisios, como su propio nombre, de etimología griega, indica, son vientos marítimos. Los relieves isobáricos responsables son diversos, depresionarios unos y anticiclónicos otros, con el denominador común de dirigir hacia el archipiélago vientos de componente este. Como se ha dicho, las consecuencias pueden resultar especialmente desastrosos en verano, cuando los ardientes (en torno a 40ºC) y desecantes (humedad relativa <10%) vientos saharianos abrasan cultivos y vegetación: en julio de 1942, 48ºC en Arrecife (Lanzarote). Las duraciones de la calima varían, en Canarias, entre 3 y 15 días, con un máximo documentado de 25 días consecutivos, obsesivos al final, en agosto de 1949. Es de notar que las invasiones saharianas se dejan sentir antes y de forma clara en las medianías de las islas con relieves orográficos más elevados, en relación con la corriente fría de Canarias que configura sobre ella un colchón de aire a menos temperatura y más denso, cabalgado por el aire sahariano. Intensa por razones obvias, la calima en Canarias no solo afecta de manera negativa la calidad del aire, a veces se percibe en la boca; enturbia mucho la atmósfera y, en ocasiones, disminuye la visibilidad a menos de 1 km, determinando la suspensión del tráfico aéreo. Históricamente, estos flujos venían, con cierta frecuencia, acompañados de un pasajero nada deseable, y temible, la langosta, en plagas devastadoras.

Las situaciones atmosféricas que ocasionan calima en el Sureste Ibérico son varias, buena muestra de ello es la reciente de mediados de marzo, bien distinta del talweg o la depresión térmica coronados por altas presiones, un ciclón extratropical atlántico de gran diámetro, la Borrasca Celia, que cerró el episodio con lluvia de barro y, mucho menos, nieve ocre. Con todo, las perturbaciones causantes de calima más características son las conocidas como “bajas de Argel”, desarrollos ciclogenéticos configurados por advección sahariana en superficie, con polvo en suspensión, y vaguada de aire frío en las troposferas media y superior, con exageración de gradiente en la vertical y marcada inestabilidad, que favorecen el desarrollo de corrientes en chorro de baja altitud (“low level jet”). Como se ha indicado, las perturbaciones causantes de calima en el Sureste Ibérico son diversas, no se agotan en las citadas. Determinadas borrascas de estructura frontal, que penetran en el Mediterráneo vía Gibraltar, experimentan un descenso latitudinal suficiente como para que su área depresionaria e inestable alcance los campos de dunas (“ergs”), eleve el polvo desértico y le imprima giro ciclónico, con desplazamiento hacia el susomentado espacio. En otras ocasiones, el mecanismo funcional es la diferencia o gradiente de presión, que motiva flujos saharianos del segundo o tercer cuadrantes.

Las observaciones disponibles de los últimos lustros, menos abundantes y completas de lo necesario, parecen mostrar una mayor incidencia de calimas y lluvias de barro en la zona templada. Dato que, de confirmarse con series suficientemente amplias, podría prestar fundamento a la hipótesis de dilatación y ganancia de latitud de la Célula de Hadley y, con ella, de la subsidencia subtropical, cuestión cuya trascendencia no es preciso encarecer.

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