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Alberto Núñez Feijóo no supera el primer examen demoscópico.

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

París / Valladolid

Es muy atractivo imaginar a Putin mirando hacia las tierras de poniente, lamentando el resultado de Francia y, sin embargo, anotando en la agenda: “Felicitar a Abascal y Feijóo por nuestro triunfo en la legendaria Castilla”. No sé, a lo mejor no debería escribir estas cosas, porque es demasiado fácil abusar del siniestro patronazgo del caudillo moscovita. Pero, por otra parte, por más que lo intento, no puedo dejar de pensar que la idea no se aleja demasiado de la realidad: a Putin le interesan estas cosas, romper la Europa que resume, aún, de ciertos valores. El PP se ha vuelto algo más cosmopolita y ha afirmado que se siente vencedor en Francia: son de Macron. El problema es que quieren ser de Macron y de Le Pen, a la vez. Y es que los buenos resultados relativos de Le Pen, el miedo que da en Europa la segunda vuelta, son necesarios para construir una imagen potente de Vox, los únicos aliados con los que cuenta el PP –y viceversa-. Los amigos de mis amigos, son mis amigos. Quizá a Feijóo no le gustan, pero van a coincidir en todas las fiestas, compartiendo chuches. Y, probablemente, si no espabilan, si no están dispuestos a ceder algo para ganar bastante, esos turbios amiguitos serán cada vez más, y los serios representantes del conservadurismo clerical y de las espantadas clases medias-altas, menos.

Este es el problema de la derecha conservadora: que si se derechiza más no llegará al poder si no es de la mano de alguien que es de otra derecha: disolvente, negacionista, chulesca, misógina, violenta en su imaginario simbólico. El conservadurismo repite inexorablemente los errores históricos de sus antepasados centroeuropeos: creer que el extremismo de derechas es un animal de compañía, una mascota que puede ser dominada cuando haya contribuido a desplazar a las levantiscas izquierdas. A poco que se descuide, a Feijóo le llamarán Maricomplejines si no aplaude que otros más robustos den palizas a los comunistas –y ya se sabe que para las derechas unidas casi cualquiera es comunista-. Con eso no quiero decir que este extremismo derechoso sea idéntico al nazi o al fascista, pero sí quiero decir que el principio enunciado es transversal: no es una ley ineluctable de la historia, pero sí la consecuencia lógica de una mala lectura de la realidad y la pésima consecuencia de no alinear adecuadamente la voluntad, la inteligencia y la percepción de lo posible.

Las encuestas pintan bien para Feijóo: es el nuevo del momento. Hoy, aficionados a destrozar sistemas, a debilitar todo pensamiento, toda militancia y toda estrategia, un recién llegado alcanza a pilotar la estrella fugaz durante varias semanas. Pero las mismas encuestas siguen avisando, una y otra vez, que sólo con un Vox exultante y naturalmente insultante le sirve de algo a Feijóo esa ventaja circunstancial. El blanqueo de Vox no es una hipótesis. Estamos en otra fase: ya lo ha practicado el PP, pero no por ello el sepulcro blanqueado se lo agradecerá más en cada negociación, sino que, al revés, subirá la apuesta, le cobrará un peaje mayor.

Ver a Mañueco, en otra hora un político tranquilo y pragmático, convertido en Polichinela presidencial, pendiente de hilos manejados por quien quiere acabar con el mismo Estado autonómico, es un espectáculo patético: atentos a este hombre que, jubilado Casado, nos promete grandes tardes haciendo de Don Tancredo. Esta semana, en una clase, he preguntado a mis alumnos qué opinan del Estado de las autonomías: de todos los que intervinieron en el improvisado debate ninguno lo crítico, ninguno afirmó que fuera bueno por razones de identidad, alguno resaltó su utilidad, todos dijeron que, al repartir el poder, es un refuerzo de la democracia. Bonita lección que deberían apreciar muchos políticos de todos los colores. Mañueco ya entre los primeros de la lista.

No ignoro los errores de la izquierda, que van acumulando con estupendo empeño, entrando en una de sus fases lunares de oscurecimiento, de olvido progresivo de lo que aprendieron la última vez que camparon en la oposición. Pero no sería justo establecer una equivalencia entre disparates y empecinamientos que alejan a los progresistas de los sectores sociales en cuyo nombre afirman actuar, y la firme urdimbre de unas derechas furiosas por su lejanía de los resortes del poder, histéricos de nostalgia por los pasados que han de restaurar con su patriotismo de pelo en pecho. La izquierda, demudada de enfado, empieza a corretear como pollo sin cabeza, gritando cada día una consigna, negándose a repensarse en mitad de un paisaje que cambia demasiado rápido. Este inmovilismo es lo que acaba por provocar esa muerte del sistema que se anuncia en Francia. Quizá el sistema no sea gran cosa, pero hasta que haya otro casi mejor mimarlo a base de reformas perdurables: el anarcocapitalismo pijo es muy malo, mucho.

Porque lo que está en la mesa de operaciones no es un cuerpo vigoroso necesitado de un retoque aquí y una depilación allá. Lo que yace ahí, abierta a miradas indiscretas y a dudas sistémicas, a punto de morir de aburrimiento, es la democracia tal y como la conocemos. La existente, no otra inventada para consumo de políticos doctrinarios, improvisados e inútiles –la inutilidad es otra forma de corrupción-. A la derecha y a sus perros de presa les basta con que la democracia no mejore, con que no se levante. La izquierda tiene que volver a imaginar qué reformas son necesarias y viables sin que, a la vez, ayuden a los adversarios cínicos a alzar sus banderas preferidas. Queda tiempo, decimos en las horas de optimismo. Quizá no demasiado, suponemos en los ratos pesimistas. La trama de interdependencias es tal, tan compleja la red de causas, que nos incitan a vacilar entre la tristeza y la esperanza de que emerjan otras maneras de construir lo político.

Si no, la izquierda, románticamente aficionada a la renuncia en noches de bruma y amor, susurrará feliz de su atrevimiento: “¡Siempre nos quedará París!”, celebrando alguna nueva amistad. Los otros, concisos e imperiales, se conformarán con gruñir: “Siempre nos quedará Valladolid”. Pero ya sabemos lo que dijo Miguel Delibes: “A mí Madrid me da miedo, porque si Valladolid me parece ya un enorme aparcamiento, Madrid me parece cinco veces ese aparcamiento”.

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