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Manuel Alcaraz

Mitología de la sospecha

Bolaños sobre Pegasus: "La responsabilidad es del Gobierno en su conjunto"

No se me va de la cabeza una imagen: un espía, con cara de espía de los de antes, escuchando una de las conversaciones de Gila por teléfono. A partir de ahí todo es posible. Puedes tomártelo a broma o en serio. O un fragmento a broma y otro en serio. Yo creo que incluso hay una parte de nosotros, el soberano pueblo de España –incluido a estos efectos los catalanes-, que se siente orgullosa: antes estas cosas le pasaban a otros, más limpios, peinados y ricos. Lo veíamos en películas o documentales: alcaldes de Berlín, eruditos de Cambridge, siniestros peces gordos de Wall Street, generales de ambos hemisferios, almirantes de blanco impoluto y alamares vertiginosos. Pero tampoco es para exagerar la novedad: aquella gente que mató a Viriato venía a ser un Pegasus a lo bruto. Y lo mismo nos vale decir de Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido, fementido traidor, acabando por la espalda, frente a Zamora, a Sancho II: aunque el mismísimo Cid se esforzó en convocar una Comisión de Investigación en Santa Gadea de Burgos, nunca pudo determinarse la autoría intelectual del hecho. Gutiérrez Mellado, tan justamente ensalzado, fue espía. Y otros que no nos constan pero que imaginamos. Porque la imaginación siempre ha sido férrea aliada de los trajines de espías.

Pero el caso es que estas cosas, inventadas para aportar información e inteligencia, acaban por parecernos muestra de pueril necedad en manos de niños revoltosos que mejor emplearían su tiempo en casi cualquier otra cosa. Porque yo no sé lo que hay, más allá de una pléyade de políticos y otras clases de ofendidos posicionales, dispuestos a razonar desde el amanecer hasta la noche sobre cómo quebrar un poco más la esperanza en que el mundo sea algo comprensible, sin más agitaciones que las que nos dé la madre naturaleza. Por a o por b, sea cosa de aquí o de allá, el caso es que así estamos: nos han dado otra vuelta de tuerca y la desconfianza ha crecido, como sólo crece en las democracias que no acaban de superar la adolescencia. Intentar racionalizar todo esto es vana tarea. Quizá el tiempo y una tesis doctoral lo aclaren a nuestros hijos, quizá no.

Lo peor de la época que nos ha sido dado vivir, agravada por todas las crisis del pensamiento y del conocimiento, es que hemos transformado la bella, sencilla, compacta duda de Descartes, gen primigenio de la modernidad, en una sospecha sucia: rabo de lagartija con quien bailan los amantes de las redes y muchas lenguas de trapo de la política navajera y barriobajera. Al fin y al cabo, el destino último de Pegasus, según Píndaro, fueron los establos de los Dioses. Muchos matarían hoy en día por final tan glorioso, comiendo heno y bebiendo colonia. Pero yo, con los achaques de la edad, sigo pensando que un establo es un establo.

Crece la especie, en libros y conferencias, de que, quizá, estamos viviendo un giro en Historia: esa duda cartesiana ya no nos hace papel, no repara los dolores ni ilumina el porvenir. Nos viene mejor, quizá, este fango, estar todos contra todos. ¿Nos reconocemos mejor en esta estampa que en la fina apostura de los agentes secretos de Conrad, Le Carré o Greene?, ¿nos sentimos bendecidos con una suerte de permiso para matar a poco que el adversario se ponga díscolo en una sesión parlamentaria? El espionaje y el contraespionaje, ahora, son unas de las maneras de demostrar que soy capaz de enfurecerme más, de gritar más, de insultar más. Sin intercambio de rehenes en la fría noche.

Y el caso es que el espionaje y sus artimañas –sea Ulises el padre del invento- fue concebido como un instrumento para asegurar y mejorar la gobernación, pero ahora y aquí, por la confusión de los reinos, no sólo es estéril empeño sino actuación nociva para cualquier gobernabilidad razonable. Valga esta lección: no hay gobierno perdurable sin transparencia, de la misma manera que no hay pacto perdurable sin transparencia entre sus miembros y ante la opinión pública. Los aliados pueden aguantar todo menos mirar la cara al socio e imaginar que lo que ven es una máscara. No es esto muestra de ingenuidad sino de lo contrario: no hay gobierno posible si en él han de convivir almas tan enemigas que no pueden contarse sus amores y decirse sus desdenes al caer la tarde, la hora de la prudencia.

Una vida llevamos diciendo que a los ciudadanos les interesan cosas concretas, las cosas del querer y del comer y del beber y del vivir. Y que basta de política de altos gestos y fieros rugidos, que no, que la política ha de ser eso del vivir, el beber, el comer, el querer. Y mira tú que en una semana nos llegan unas noticias exultantes sobre empleo y, a la vez, encuestas que echan por tierra a los autores de las mejoras que, contra toda esperanza y pronóstico, aclaran la existencia y el mañana de la gran mayoría. A ver si es que estábamos equivocados. O a ver si es que la gente, ese sujeto tan esquivo y, de vez en vez, tan sombrío, quiere querer, vivir, comer y beber en una cierta paz, sin la escandalera de los que están gobernando, y de toda una ristra de aliados que no quieren, o pueden, o saben, aguantar voces, prepotencias, verdades arrastradas. Qué tristeza, dirán muchos. Sí que es triste. O a lo mejor es solo un aviso. Qué sé yo lo que queda guardado en el cofre del muerto, en las sentinas de los piratas, bajo la armadura del Príncipe Negro o en las tripas invisibles de cualquier móvil disruptivo.

Borges dedicó unos versos, más bien afligidos, a los espías:

“En la pública luz de las batallas

otros dan su vida a la patria

y los recuerda el mármol.

Yo he errado oscuro por ciudades que odio.

Le di otras cosas.

Abjuré de mi honor,

traicioné a quienes me creyeron su amigo,

compré conciencias,

abominé del nombre de la patria.

Me resigno a la infamia.”

No sé qué pensar. Por una vez no haré demasiado caso a Borges. Me quedo con la profunda filosofía de Gila que, antes que nada, solía en estos casos preguntar si al otro lado estaba el enemigo. Porque si era el amigo, mejor callar y hasta taparte las orejas y las narices. No fuera cosa que queriendo diseñar un unicornio, parieras un horrendo rinoceronte, con alas.

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