Marcharse de la política debe ser muy difícil, a tenor de la resistencia de nuestros políticos abandonar sus respectivas poltronas.

Lo vemos día a día, en mil y un ejemplos de individuos que se aferran a sus sillones de cuero, a sus sueldos, a sus privilegios y a sus coches oficiales pese a desautorizaciones, reveses electorales e incluso imputaciones judiciales.

Recientemente hemos tenido dos ejemplos para desmentir mis palabras.

La señora Oltra, exvicepresidenta de nuestro Consell, se ha ido imputada, a regañadientes, riñendo a todo el mundo, hablando de infamia y de injusticia histórica en su caso: imputación judicial por un presunto encubrimiento desde su consejería de abusos a una menor por el que ya ha sido condenado su exmarido.

Se va diciendo que es víctima de una infamia, insisto, dos días después de un acto político de su partido que recordaba a los mejores días de la falange, con inquebrantables apoyos y cierre de filas y un bailecito que corrió por toda España produciendo sonrojo ajeno.

A la señora Oltra, desde luego, le concedemos la presunción de inocencia hasta que sea juzgada. Pero de lo que no cabe duda es de que aquella coherencia que esgrimía en la oposición la ha ido perdiendo por el camino, probablemente en el despacho de la vicepresidencia del Consell.

De poco vale dimitir cuando se hace como lo ha hecho esta señora, que queda irremediable e indefinidamente marcada

Pero hay otra forma de marcharse. Y en este caso la ha llevado a cabo un señor: Juan Marín era vicepresidente del gobierno autonómico andaluz y en las recientes elecciones ha perdido todos los escaños que Ciudadanos poseía en aquel parlamento. Ha asumido su responsabilidad con elegancia y altura de miras, se ha manifestado agradecido por haber podido servir durante estos años a su tierra y diciendo que los andaluces no se han equivocado pese a que le han negado todos los escaños que poseía en la anterior legislatura.

Desde el Partido Popular se le ha insinuado su continuidad en un cargo de responsabilidad en el nuevo gobierno. Don Juan Marín se ha marchado, con la cabeza alta, sin reproches y con elegancia. Esto es una auténtica excepción dentro del mundo político y quizá por eso la gratitud que guardamos hacia nuestros políticos es tan escasa y su recuerdo tan poco profundo en aquellos que un día les votamos o les sufrimos.

Aunque hay una tercera especie: los que no dimiten ni con plutonio endovenoso.

Los que no admiten responsabilidades, los que asumen batacazos electorales, encuentran siempre las culpas en los adversarios, la justicia está contra ellos o como a la señora Díaz la única asunción de responsabilidades es reconocer que “siente tristeza”. El último ejemplo es la señora Borrás, a la que es casi imposible desalojar de la presidencia del Parlamento catalán. ¿Adivinan ustedes? En efecto: se trata de una persecución política, en este caso de los españoles.

Quizá si todos ellos se marcharan como ha hecho el señor Marín tendríamos a nuestros políticos en otra consideración, el respeto que generan en sus electores fuera más elevado y, tal vez, solo tal vez, les creeríamos cuando se les llena la boca de decir que si ellos estuvieran en la piel de tal o cual adversario se irían a su casa en cuanto un guardia urbano les insinuara que habían aparcado en zona azul.