Mercado de amores

TEATRO PRINCIPAL DE ALICANTE

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De Plauto y Eduardo Galán

Dirección: Marta Torres

El equívoco y los enredos son viejos recursos cómicos que perduran con una caricaturesca imagen y el ridículo proceder de unos tipos y caracteres. El grado de interés depende de si solo se busca la risa fácil, con los procedimientos de la farsa visual, o si hay algo más que una baja comedia. Es decir, una visión crítica de la conducta humana y la burla de los convencionalismos. El agrado de las formas creadoras e interpretativas es también de vital importancia. Ser convincente en conjunto, aunque la verosimilitud total no sea obligada.

Viene esto a propósito de «Mercado de amores», vista en el 6º Festival Internacional de Teatro Clásico de Alicante. Plauto pretendía divertir con sus efectos en cada escena, y eso procura Eduardo Galán al resumir y fusionar tres piezas del comediógrafo latino: «El mercader», «Cásina» y «La comedia de los asnos». Todo ello para contar la historia del mercader más rico de Roma. Un especulador inmobiliario. Pero no van por ahí los pasajes.

El lujurioso Pánfilo busca satisfacer sus deseos. Personaje que interpreta Pablo Carbonell siguiendo las indicaciones de la directora Marta Torres e intentando ser él mismo siempre que puede. Va detrás del esclavo de su hija, vestido de muchacha para que el padre no sospeche el enamoramiento de la joven. El lacayo familiar, que no deja de estar ebrio, también lo intenta y la serie de follones avanza. Respectivamente, David Villanueva, Ania Hernández y José Saiz. El senador corrupto es Javier Ortiz, y su hija, Leyre Juan.

El típico uso del disfraz y las confusiones alimentan los secretos de este infantilismo con picardías obsoletas e irrisorias situaciones en las que solo salen a flote la profesionalidad y el esbozo de la mujer que quiere tomar las riendas de su rumbo. Pero eso no salva los muebles de un teatro que no sirve hoy ni para entretener, salvo al espectador poco exigente, que en su derecho está. Los actores, en esa red atrapados, solo pueden dejarse conducir por una broma notablemente pánfila. En fin, «nadie es perfecto».