Como todos los años, al llegar el mes de octubre, la Academia Sueca se reúne y elige al ganador del Premio Nobel de Literatura. Luego, su secretario permanente sale a la palestra y, ante la expectación de millones de lectores de todos los rincones del globo, pronuncia públicamente su identidad. Así ha sido desde 1901, cuando el poeta y ensayista francés Sully Prudhomme se hizo con el primer galardón. Desde ese momento, salvo en los años en los que las guerras sacudieron Europa, se ha repetido esta operación.

Nombres como Sigrid Undset (1928), Hermann Hesse (1946) o Albert Camus (1957) permanecerán siempre en la memoria de todos los que todavía concedemos valor a la letra impresa, a aquellos viajes imaginarios de los que Louis-Ferdinand Céline hablaba en la primera página de su “Viaje al fin de la noche”, a tránsitos por universos inexistentes en la materia, pero muchas veces más auténticos que la cotidiana e iterativa vigilia.

Y es que la literatura, a diferencia de los contenidos de Netflix, no es un mero entretenimiento. No es, como dicen algunos, los impulsores de bonos, un vulgar producto consumible y, en consecuencia, desechable. La literatura, la verdadera, es mucho más. Es el alimento que los hombres y las mujeres libres necesitan para despertar del letargo en el que la sociedad actual nos tiene sumidos. Es el arma de que disponemos para combatir al pensamiento único que desean imponernos quienes se han autoerigido en nuestros amos.

La literatura, por tanto, debe distanciarse del poder establecido y promover, desde metáforas de toda índole, la concepción de un mundo, muchas veces utópico, en el que los sueños y las vanas esperanzas logren convertirse en realidad. Así pues, la literatura debe llamar a la revolución. Pero no a una revolución vulgar de banderas y consignas, sino a la única que merece ser llamada de esta forma: la revolución de la conciencias, la autoliberación del moralismo imperante. Tal vez fuera esta razón la que, en 1964, llevó a Jean-Paul Sartre a rechazar el Nobel. “Los lazos entre el hombre y la cultura –dijo– deben desarrollarse directamente, sin pasar por las instituciones establecidas por el sistema”.

En cualquier caso, pasaron los años y continuaron los galardones. Excelentes escritores o poetas como Samuel Beckett (1969), Octavio Paz (1990) o José Saramago (1998) fueron premiados con la máxima distinción a la que un hombre de letras puede aspirar. Sus obras, traducidas a decenas de idiomas, confieren una luz especial a las bibliotecas, públicas o privadas, que las exhiben.

Pero todo ha cambiado. La corrección política ha irrumpido en nuestras vidas destruyendo cuerpos y almas. Y la literatura, enemiga acérrima de los contemporáneos opresores, ha sido asesinada y enterrada en un oscuro y profundo agujero. Y de su tumba ha emergido un fantasma, un espectro que, si bien posee la forma de su cadáver, carece de su libre espíritu y de su más inherente esencia.

Prueba de ello son los últimos premios concedidos. 2021, Abdulrazak Gurnah, escritor zanzibarí prácticamente desconocido y galardonado, según la Academia Sueca, “por su penetración compasiva y sin compromiso de los efectos del colonialismo y el destino de los refugiados en el abismo entre culturas y continentes”. En España, Julieta Lionetti, su editora, se reía al conocer la noticia e incluso llegó a reconocer que dicho escritor era (y es) tan desconocido que su editorial, Poliedro, la que publicó una de sus novelas, ya no existe, tuvo que cerrar.

Y el de este año 2022, para la escritora francesa Annie Ernaux, en cuyas obras y fuera de ella habla de lo que hoy en día toca hablar, de los cánones impuestos por la “cultura” woke, es decir: neofeminismo, indigenismo, defensa del aborto, del hiyab o posiciones contrarias al Estado de Israel.

Mientras tanto, escritores de renombre, poetas de la palabra como Milan Kundera, Haruki Murakami o Michel Houellebecq continúan en el banquillo esperando algo que nunca llegará, pues todavía, y espero que nunca suceda, no se han arrodillado ante los dogmas laicos, ante los ídolos de barro que quienes detentan el poder han colocado en los altares y a los que pretenden que adoremos sin rechistar y, sobre todo, sin pensar.

Desconozco si hay salvación o si ya es demasiado tarde. Pero como suele decirse, la esperanza es lo último que se pierde. De modo que, encomendémonos a las musas y esperemos pacientes al próximo año, el aún lejano 2023, para comprobar si la Academia Sueca rectifica o si, por el contrario, decide cambiar el nombre al Nobel: primer premio al activismo literario.