Tras mi vigesimoquinta estancia consecutiva en la Seminci, repaso someramente algunos recuerdos positivos de Valladolid. Me gustó que el Ayuntamiento de izquierdas haya logrado peatonalizar la almendra central por completo. Ni los autobuses urbanos pasan por la plaza Mayor. Molestan los patinetes, los repartidores (inevitables). Me sorprendió ver las siniestras furgonetas negras de iluminación Ximénez irrumpiendo a la hora de más gentío en las calles preparando la decoración navideña. Me recordaron ‘La cabina’ de Mercero.

Me gustó cómo lucía de limpio el casco urbano. Como una patena. Qué voy a decir de la Biblioteca Pública del Estado. Me dio envidia el horario, de 8 de la mañana a 21.45 de la tarde. Abierta los sábados. Los fondos musicales y cinematográficos para préstamo se miden por miles. Eso sí, escribí una desiderata: no hay máquina expendedora de agua ni café.

La asistencia de espectadores al festival, que rozaron los cien mil, despierta admiración. Pero lo que resulta insólito es que todavía se agoten los abonos de la sección oficial y que a las 9 y las 12 de la mañana, durante ocho días, los teatros estén abarrotados de público de pago que acude a ver cine de autor. Me gustó que en la franquicia de supermercados exprés (la misma de Alicante), junto a las cajas, hubiese expositores donde se vendía el periódico provincial. O que los autobuses se paguen con tarjeta de cualquier banco.

Valladolid, una ciudad con idénticos habitantes a Alicante, sin área metropolitana, ejerce con orgullo su capitalidad autonómica. Alicante provincia tiene más habitantes que toda Castilla y León. Pero sus comarcas, más pobladas que las castellanoleonesas, la miran cara a cara: Elx, Alcoi, Benidorm… Demasiados mundos para entenderse.