Tribuna

Como si me abrazara cuando era niño

bullying

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Miguel Ángel Santos Guerra

Miguel Ángel Santos Guerra

Al finalizar hace unos días mi última sesión de un Diplomado en Educación Emocional organizado por la Fundación Liderazgo Chile, se abrió un espacio para que intervinieran los asistentes. Se trataba de una sesión en línea de dos horas, con cinco minutos de descanso al finalizar la primera parte y media hora final de diálogo.

El coordinador de la actividad, al finalizar mi intervención, pidió que levantasen “la manito” (curiosa forma de masculino) quienes deseasen hablar. Y fue dando la palabra a diferentes personas, que hicieron aportaciones relevantes. Le tocó el turno a Gustavo Adolfo Saavedra. Después supe por él mismo, que estudió Pedagogía en Educación Física, que fue profesor durante dos años y que desde hace tiempo se dedica a hacer terapias y a ayudar a las personas a vivir mejor.

Contó con evidente emoción (me ha dicho que “le temblaba todo el cuerpo”) que, cuando él tenía seis años, su madre comenzó a sufrir una grave depresión.

En el colegio, dijo, había una profesora que cada año elegía una víctima. Practicaba el bullying desde su privilegiada situación de poder. Ese año le tocó a él. Parece increíble su relato por la pésima forma de actuar de una profesional de la educación. Impunemente, año tras año, elegía una víctima y la martirizaba públicamente delante de unos mudos testigos que aprendían de ella falta de respeto y crueldad. Las manos que estaban pagadas por la sociedad para curar, sostener y cuidar, golpeaban con dureza a quien no tenía posibilidad alguna de defenderse. Quien tenía que enseñar a convivir, sembraba en las mentes y en los corazones la insolidaridad más abyecta.

Describió algunas escenas humillantes. Colocados los niños de pie, ella circulaba por detrás oliendo y siempre le señalaba a él como causante del mal olor.

Ya sé que eran otros tiempos. Calculo que Gustavo tendrá ahora treinta años. Ha llovido mucho desde que vivió esta horrible experiencia, pero no sé si han mejorado mucho las cosas desde entonces en este tipo de situaciones.

La profesora le dirigía todo tipo de insultos: hediondo, feo, tonto… Le decía que todo lo hacía mal. Y, con sus palabras y actitudes, conseguía que todos los compañeros se rieran de él. Era una tortura acudir cada día al Colegio. El lugar que tenía la misión de ayudarle a ser feliz se convertía cada día en un infierno.

Gustavo contó que, cuando llegaba a casa y le preguntaban qué tal le había ido en el Colegio, él respondía que todo había ido muy bien. Pretendía no aumentar las preocupaciones de su madre. Pensaba que, si contaba lo que le sucedía en el Colegio, su madre tendría un motivo más de angustia. Parece mentira que un niño tenga una capacidad de empatía tan grande. Prefería seguir con su tortura antes que hacer sufrir más a su madre. Era capaz de ponerse en el lugar de otra persona, olvidando su trágica situación.

Mientras Gustavo compartía con todos su experiencia pensaba yo en el egoísmo y en el abuso que muchos niños y niñas de hoy manifiestan en la relación con sus padres. Niños mimados que son incapaces de mostrar gratitud y de reconocer lo privilegiados que son. Niños que imponen la ley del yo-yo y del ya-ya. Todo lo quiero para mí (yo-yo) y lo quiero ahora mismo (ya-ya). Son tiranos de sus padres, como explica Javier Urra en su libro “El pequeño dictador. Cuando las víctimas son los padres”.

Un día, Gustavo dijo en su casa que no quería ir al Colegio. Su madre decidió acudir a la escuela y hablar con la directora quien, después de explorar lo que pasaba, aconsejó a la madre que sacase a su hijo del Colegio. Y aquí nos encontramos con otra anomalía casi inconcebible. La víctima tiene que irse y quien está actuando como verdugo sigue en su puesto, para que pueda ir sacrificando nuevas víctimas.

Contó Gustavo que, pasados los años, se encontró con su antigua profesora. Ya no estaba trabajando y su evolución había sido lamentable. Estaba sumida en la pobreza, emocionalmente destrozada y muy deteriorada físicamente. Y Gustavo, sin identificarse como su víctima, aunque sí como su alumno, le ofreció su ayuda.

Resulta aleccionador encontrarse con una historia como la de Gustavo. Machacado en la infancia por una profesora y con una situación familiar difícil por la enfermedad de su madre, es capaz de tender la mano para ayudar a quien le humilló impunemente. Con su esfuerzo consiguió evolucionar de forma tan solidaria y generosa que ha podido devolver bien por mal. La herida que había sufrido no se convirtió en un destino. La salvó del rencor una actitud resiliente.

Cuando le pregunto cómo ayudó a su maltratadora, me dice que, en primer lugar, no le echó en cara aquel comportamiento tan sádico, tan cruel. Y, sobre todo, “dándole apoyo emocional, animándola, expresándole afecto a través de abrazos, escuchándola y compartiendo su emoción”.

Y añade: “la profesora que me hizo tanto daño en un momento donde necesitaba tanto apoyo y motivación fue de quien sentí uno de los abrazos más sinceros, con mucho dolor y de quien he recibido más gratitud al escucharla y apoyarla. Cuando me despedí de ella le agradecí el momento, porque sentí como si me abrazara cuando era niño”.

Un abrazo que Gustavo hace eficaz por su actitud positiva. Podía haberlo rechazado, movido por la venganza y por la rabia, por el recuerdo de aquel horror, pero lo valora, aunque haya llegado tan tarde.

La historia de Gustavo es una llamada de atención poderosa. ¿Cómo es posible que existan profesionales de la educación con taras tan ostensibles y tan dañinas? El bullying que practican los compañeros es un fenómeno que acarrea terribles consecuencias para las víctimas y para los testigos. Pero el bullying que realizan los docentes es mucho más pernicioso. Quien golpea es precisamente quien tiene que cuidar y proteger. No hay forma de defenderse ante el poder que machaca. Wittgenstein, antes de dedicarse a la filosofía, fue maestro. Un maestro duro y cruel, que pegaba palizas a sus alumnos. Aquellos recuerdos le atormentaban y decidió ir a buscar a sus exalumnos y pedirles perdón. Delante de algunos, se postró de rodillas. Ninguno le perdonó. ¿Por qué? Porque quien produjo las heridas fue quien tenía que evitarlas y curarlas.

La historia de Gustavo es una buena ocasión para hacer una llamada de atención sobre la necesidad de que haya formación emocional de los docentes. En el año 2017 Pere Darder coordinó un libro, publicado por la Editorial Octaedro, titulado “La formación emocional del profesorado”. Poco o nada se hace hoy al respecto. La formación se centra en el saber y en el saber hacer. Es indispensable pensar en el saber sentir y en el saber ser. Dice Mariano Royo, uno de los autores de dicho libro: “Todos los estudios manifiestan que la mejora de la escuela depende de sus profesionales. Y aquí queremos enfatizar la importancia de la competencia emocional, como competencia clave, competencia que cohesiona todas las demás”.

También es preciso tener un cuidado especial en el proceso de selección para que no tengamos en las aulas personas con unas taras psicológicas tan graves. El profesor trabaja con niños y jóvenes, no con materiales inertes como un ingeniero, un químico, un arquitecto o un carpintero… Y es también el momento de pensar en la supervisión del quehacer de los docentes. ¿Cómo puede el sistema permitir esos comportamientos repetidos año tras año sin que salten todas las alarmas? ¿Cómo es posible que se mantenga en la profesión, un año tras otro, un profesional que elige una víctima cada curso a la que martiriza sin compasión? ¿Cómo se puede admitir que se bendiga al verdugo manteniéndole en el puesto y se castigue a la víctima obligándola a que cambie de centro?

Hay otro tipo de lecciones, estas positivas, que se desprenden de la experiencia de Gustavo. Hay comportamientos cargados de generosidad y de compasión de un niño respecto a su madre y de un adulto respecto a su profesora. La actitud resiliente hace que ese niño consiga ayudar a quien le hizo tanto daño. Lo cual nos hace descubrir que lo que nos marca no es tanto la experiencia cuanto nuestra forma de reaccionar ante ella.