Alicante hacia las elecciones: entre la indolencia y la agitación

El candidato de Vox para las elecciones autonómicas

El candidato de Vox para las elecciones autonómicas

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

La semana pasada esbocé unas ideas sobre el panorama político de la Comunidad Valenciana, intentaré ahora un análisis de vísperas electorales sobre la ciudad de Alicante. Creo que si tuviéramos que buscar una palabra que defina la gestión de gobierno estos últimos años bien pudiera ser “indolencia” (la forma elegante de practicar la vagancia). Y si hubiera que elegir otra para la acción de las izquierdas, me quedaría con “agitación” (estéril). El resultado es el bloqueo, la paralización. Obviamente eso no significa que no se haya hecho nada: muchas cosas se han hecho, unas útiles, otras infelices; como muy buenos intentos ha mostrado la plural izquierda por aportar ideas. Pero es muy difícil mantener en el recuerdo acciones o ideas perdurables y esenciales para el devenir urbano. Y ello es porque ni ha habido un liderazgo gubernamental digno de tal nombre, ni las izquierdas han sido capaces de constituirse en oposición creíble, esto es, alternativa al bloque de gobierno. Una cosa es proyectar y hacer, otra opinar. Veremos si en los cuatro meses que quedan esos papeles pueden alterarse, si son creíbles las posibles promesas.

Las izquierdas han repetido hasta la saciedad que el PP –y sus alegres arlequines de Ciudadanos y sus sombríos vigilantes de Vox- carecen de “modelo de ciudad”. Es, a la vez, una verdad y una mentira. Es verdad porque en el relato de la ciudad de Barcala y de los que han tenido alguna capacidad de decisión, no existe un dibujo claro de hacia donde debería, hipotéticamente, ir Alicante; cómo debe promover los cambios que muchos consideramos imprescindibles para una nueva modernización consistente e integradora –decir cada diez minutos que Alicante va a ser capital y corazón de la digitalización, no sirve-. Pero es que, quizá, ese sea el modelo de ciudad de la derecha alicantina, que no está, ni intelectual, ni ideológicamente, para mayores inventos ni intentos. Son felices con una ciudad desparramada, de perfiles confusos, culturalmente avejentada y con señas de identidad decadentes y estiradas. No intervenir, ni siquiera mostrando compasión, sobre aspectos claves de la realidad, es su forma pobre e inculta de liberalismo. Pero también saben que, a falta de contraste creíble, una mayoría de la ciudadanía se siente a gusto con eso; al menos, de la ciudadanía con capacidad de incidir en algunas de las líneas que marcan la hegemonía local.

La cuestión se agrava porque las izquierdas han contribuido decisivamente a forjar ese panorama: han reclamado con insistencia ese modelo de ciudad… pero nunca, en ningún caso, han esbozado cuál es “su” modelo de ciudad. Porque no lo tienen, y les basta, para (auto)justificarse moralmente –que no políticamente- con creer que lo fabrican a base de enunciar críticas –mejor o peor fundadas- a las decisiones del gobierno municipal. Pero un modelo es algo más, reclama coherencia interna, evaluación de necesidades globales y no sólo actos puntuales de solidaridad, definición de costes y estructura de acción técnica y política, ambiciones económicas integrales, relación con el entorno, conjunto de medidas capaces de generar sinergias contra el cambio climático y la prevención de riesgos, visión urbanística general, definición de alianzas sociales… Quizá alguna fuerza de las izquierdas sea capaz de presentar un Programa con este contenido. Veremos.

Esa crítica a la fragmentación del trabajo político no es sólo de tipo táctico. El PP y sus aliados se han sentido felices ante el aluvión de denuestos que duraban en la imaginación un par de días y que se anulaban unos a otros, que satisfacían a un segmento de la población, pero que ni remotamente conmovían a una mayoría ciudadana, al no ser capaces los ediles de izquierdas de encajar esas opiniones en un relato total, ni de interesar a los medios de comunicación con esta extraña producción de quejidos y constantes peticiones de dimisión –por no hablar de algunas propuestas esperpénticas, destinadas sólo a llamar la atención-. Siendo todo esto cierto, lo grave es que ha venido a reforzar lo peor del modelo de la derecha, a la que le viene muy bien que los mismos ciudadanos sean impotentes para comprender la política de su ciudad y convertir en discurso político de cambio la amargura acumulada en esta difícil legislatura: la pobreza sin consuelo, los desalojos sin piedad, el abandono sin remedio.

Porque ese es el problema: estos años Alicante se ha roto y ha multiplicado su dualidad, que es su principal problema como estructura y como artefacto para la vida. La zona de playas –de la que aún no entendemos su singularidad- ya reúne más habitantes que la ciudad consolidada. Y se preparan nuevos planes. Y, definitivamente, no sólo puede reputarse como el Alicante rico, sino que la política municipal trata de revestirlo, directamente, de opulencia. Si todo Alicante fuera así sería una ciudad monótona y, a medio plazo, triste; pero hoy quisiéramos que todo fuera así. Pero de esta ciudad entre el sueño y la pesadilla de nuevo rico, apenas si hay noticia. Ni se incorpora a las fuentes simbólicas de la identidad -¡ni siquiera como fracción turística!- ni padece déficits notables que hagan vibrar a sus pobladores. Mientras, la ciudad consolidada estirada en PAUs-, se regocija en su creciente penuria, en sus dificultades para la integración social. Barrios que solían mantenerse con una cierta soltura, ahora caminan su destino de proporcionar –como otros antes- viviendas decrépitas al paisaje, pisos pateras y una enquistada carencia de servicios públicos de calidad. La zona norte ve espejos de sus males en sectores de la zona sur y en el mismo centro se atraviesan fenómenos de incuria, relacionados a veces con el envejecimiento de la población y la ausencia de estímulos para la rehabilitación que no serán sustituidos con la multiplicación de apartamentos turísticos.

La ciudad consolidada es escenario de algunos movimientos de interés –veremos si avanza la peatonalización- o de esporádicas y confusas iniciativas culturales aisladas o por ridículas muestras de gigantismo festivo. La belleza de la ciudad que desciende hacia el Mediterráneo sólo puede ser fotografiada esquivando desastres y desidias; sólo puede celebrarse al precio de que muchos vecinos sacrifiquen horas de sueño. Es el escenario de la ambigüedad urbana. Pero no del tipo de ambigüedad del que emerge la creatividad, sino de la indecisión, de la incapacidad para fomentar relaciones ricas entre barrios o para dotar de un sentido permanente al puerto. Es la ambigüedad de los atrapados. De los que difícilmente van a movilizarse de aquí a finales de mayo si sólo encuentran la reiteración de ofertas atomizadas. Quizá una alta abstención sea la contribución de muchos a esta extraña mixtura entre indolencia y convulsión, entre el desierto de las ideas y el terremoto de los gritos.