Chimamanda, la abuela, el tranvía, el guardián

Un TRAM realiza su parada frente a la Universidad de Alicante.

Un TRAM realiza su parada frente a la Universidad de Alicante. / PILAR CORTÉS

María Teresa Molares

María Teresa Molares

Era sábado, el viento furioso que sacudió la ciudad por la mañana había amainado. Chimamanda y Halima subieron al tram, antigualla modernizada, limpia, tranquila, cómoda, mucho más recomendable que el autobús con escasos asientos, muchos frenazos, arrancadas, sacudidas inevitables.

La abuela acaba de volver a su tierra. Trae abundantes historias tristes y gratas: sus experiencias como periodista, la militancia de izquierdas en lucha por la libertad y la justicia, la cárcel, las torturas, reconocimientos, olvidos y hasta marginación familiar. Ahora mientras viaja en el tram junto a la costa mediterránea sueña con encontrar aquella amabilidad que un alcalde “bonvivant” ofrecía habitualmente en las recepciones como símbolo de la ciudad. Esa anciana sabionda y atrevida se mece en gratos e ingratos recuerdos de la ciudad históricamente pirateada.

Chimamanda y Halima quizás nigerianas, o senegalesas, de piel oscura, elegantes, discretas estaban descubriendo España, Alicante, Benidorm. ¿Por dónde, cómo, para qué habían llegado hasta aquí? ¿Buscaban también esa amabilidad alicantina que ahora las últimas encuestas le niegan a la ciudad?

Sentadas junto a la ventana en el primer vagón observan una parte de la ciudad y la comarca: el monumento pequeño y atrevido construido por el alumnado de arquitectura que reproduce la bóveda de la cercana Británica, agujero alicantino de larga historia escondida; la estación y las antiguas vías del trenet casi abandonadas; la concentración cementera de Rocafel que oculta el mar, la hazaña del “tío Charlie”, el aventurero Carlos Pradel; el BIC (bien de interés cultural) Lucentum, huellas romanas salvadas allá por los ochenta del ímpetu modernizador del “bonvivant” alcalde y su gobierno; Montemar nuevo, Montemar antiguo, colegio europeo...

La primera sacudida inesperada interrumpe cualquier ensoñación. Línea 1 del tram, estación Fabraquer, sábado 21 de enero 2023, 17,55h. Parada, apertura de puertas… suben dos varones en cuyo dorsal aparece la palabra GARDA. Uno de ellos de gran estatura y agilidad, salta sobre los tres escalones que acceden al primer vagón. Con voz de sargento al batallón grita: “Uno, dos, tres, MÁSCARAS, marchando”. Después, sin mirar atrás ni a izquierda o derecha, entreabre la puerta del conductor y se cuelga en ella. Allí habla con el funcionario hasta que el trenet-tranvía, para en El Campello.

Segunda y aún más inesperada sacudida. El guardián investido de una presunta representación de la autoridad que no le pertenece, les habla por primera vez para ordenarles bajar: “Habéis tenido tiempo de poneros la máscara desde que lo he dicho, así que ahora os bajáis” Las increpadas, los viajeros, guardan silencio. Sólo la anciana se sobrepone al asombro y les dice que no bajen, no hay causa para ese comportamiento del guardián, ni es autoridad que pueda permitirse dar esa orden. Ellas no responden como no lo hacen tampoco después, quizás no entienden el idioma. Bajan. Los guardianes bajan también.

De entre los pasajeros silenciosos surge un brazo que ofrece las dos mascarillas necesarias. Rápidamente Chimamanda y Halima vuelven a subir. La anciana respira con alivio, temía lo peor. Los guardianes cruzan al andén de enfrente.

El uso obligatorio de las mascarillas en el transporte público ha terminado, la arbitrariedad, la prepotencia de algunos guardianes permanece en este tiempo hiperasegurado por estas empresas de vigilancia confusa, soportadas por la ciudadanía sobrecogida, sumisa. Los derechos, el respeto, la amabilidad que auguraba repetidamente el alcalde Lassaletta son ya sueños aún pendientes que hay que convertir en esperanza y amor, ingredientes imprescindibles para una sociedad justa, libre, participativa.