Sospechosos habituales

Cada vez más alimentos están más caros que antes de la rebaja del IVA.

Cada vez más alimentos están más caros que antes de la rebaja del IVA. / FERRAN NADEU

Ana Martín-Coello

Anda una atribulada estos días por las noticias con apariencia de broma, pero muy serias, que nos ocupan. Sirva de ejemplo esta que da para chiste, como todo lo que nos pasa últimamente, pero esconde una realidad a la que no nos atrevemos a mirar a los ojos.

Resulta que en los supermercados se están empezando a guardar bajo llaves las pastillas prensadas para darle sabor al caldo. Sí, esas que ustedes conocen y yo no pienso citar por su nombre. Que lo diga Arguiñano, que a él sí le pagan.

Y, parece ser que, entre otros muchos productos, también se ha puesto alarma a la comida de gatos, eso dicen los titulares. Esto último me gusta. Quiere decir que la gente tiene en estima a sus mascotas y prefiere ir a robarles el condumio antes que matarlas de hambre o darles cualquier cosa. Seguramente porque se han portado mejor que algunos de los humanos que salimos en esta columna. No los culpo.

Hace ya tiempo, desde la crisis anterior, que viene a ser siempre la misma, que en el súper más grande de mi barrio, un establecimiento que en su letrero lleva la palabra “ahorro” como para despistar, la ventresca de atún de marca blanca —que, dicho sea de paso, no vale lo que cuesta— está a buen recaudo en la caja y si te apetece un día, qué se yo, hacerte unos huevos rellenos, una ensaladita o un bocata rico con pimientos, tienes que seguir un proceso que comienza cuando coges la caja vacía del estante, continúa cuando, entre avergonzada y azorada, andas cabizbaja hasta la entrada, con el envase vacío en la mano, como si hubieras entrado a Tiffany & Co. vestida de menesterosa, y culmina cuando el empleado —qué culpa tendrá el hombre— te entrega la lata con cara circunspecta como diciendo: “a mí qué me vas a contar que yo no sepa”.

De manera que si, no hace tanto, te paseabas por el supermercado como si fueran tus dominios, una extensión de tu casa, ese lugar al que, si se daba el caso, bajabas en cholas y sin peinar, ahora, para ir a comprar te pones tus mejores galas y hasta te perfumas y te colocas las gafas que te dejaron los Reyes. Todo con tal de no pasar por vulgar mangante.

No he conocido yo jamás, y he vivido en muchos y diversos barrios, esas oleadas de hurtos que justifiquen que las salchichas estén bajo llave, pero doctores tiene la iglesia y el capital.

Mi cabeza —no deben culparme, que estoy en una edad mala— hace asociaciones muy raras. Por eso recuerdo que hace unos años, la abogacía internacional distribuyó una guía en la que detallaba las señales de alarma que debían poner sobre aviso a los letrados ante posibles clientes sospechosos de blanquear dinero.

Les regalo, pues, esta idea a los dueños del cotarro alimentario, para que no tengan que pensar demasiado y sigan tranquilamente en esa deriva de poner candados a todo y de culpar al consumidor, especialmente si no es pudiente.

Hagan y repartan una guía por todos sus establecimientos que ayude a detectar a los posibles ladrones de sanjacobos, solos o en comandita; a los que se mangan los quesitos de la vaca simpática, muy cotizados en el mercado negro, y los sobres de jamón cocido.

Den cursos a su personal para que, bajo ningún concepto, dejen salir por la puerta, sin registrarlo antes, a cualquiera que tenga cara y hechuras de haberse llevado al descuido un paquete de chicles. Si los empleados se quejan, ni caso.

Todo, menos ajustarse de verdad a las circunstancias, que eso son cosas de gente pobre.

Y sospechosa. Muy sospechosa.

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