Todo por el pueblo, pero sin el pueblo

Yolanda Díaz y Carles Puigdemont se reunen en Bruselas

Yolanda Díaz y Carles Puigdemont se reunen en Bruselas / Olivier Matthys

José María Asencio Mellado

José María Asencio Mellado

Pocas veces unas elecciones han generado una mayor pasividad en la sociedad, aletargada o cansada de apreciar la indiferencia de los vencedores y perdedores hacia la realidad cotidiana, la que afecta a todos sin excepción. Una suerte de apatía se ha instalado en la calle, ajena a los debates y enfrentamientos, a las discusiones que van a determinar la suerte del país, pocas referidas a lo cotidiano y nunca explicadas en términos de mejora de la vida de las personas. Lo político, que encierra un contenido exclusivo de la clase que administra el país, se eleva sobre todo y todo lo ocupa.

Como positivo cabe destacar que ese alejamiento de la política de las necesidades y preocupaciones del común, ha traído, como consecuencia positiva, una importante reducción de la confrontación en la calle, en la que el entendimiento es ahora más amplio y las conversaciones distan mucho de acercarse siquiera a los grandes conflictos que van a determinar los pactos de futuro. Es como si la ciudadanía hubiera asumido que sus problemas son de segundo orden y que las nimiedades de la política, pues así se ve lo que es ajeno a lo cotidiano, le son extrañas y propias de un núcleo dirigente que actúa como tal.

La autodeterminación o la amnistía no generan puestos de trabajo, ni reducen el precio de las hipotecas o bajan el del aceite. Tampoco el “Santiago y cierra España” sirve a estos efectos. Nadie explica qué ventajas tiene para una nación ser plural o singular o en qué beneficia exonerar de culpas a quienes venden su voto a cambio de una inocencia comprada con el voto o no hacerlo. Tampoco se explica bien, con menos apelaciones al patriotismo, que no es privativo de nadie, el motivo por el cual España debe seguir siendo lo que es y no asumir otra forma de convivencia. Y no aduciendo razones históricas o ideológicas, sino las que se vinculan a la mejora de la vida de todos. Y no anteponiendo territorios a personas, sino éstas como el centro del pensamiento y del trabajo de una política en exceso alejada de los seres humanos. Nada se nos ofrece tras discursos vacíos, duros, extremos, de apariencia incompatible y nada se nos brinda para valorar la bondad o maldad de las propuestas cargadas siempre de una simpleza y soberbia que induce a pensar en su finalidad última.

Se echa de menos en este debate que las condiciones para los pactos sean las de siempre. El silencio o la indiferencia hacia el votante rozan el drama y revelan que la política se ha distanciado de la calle. Y la calle, de momento, vive en silencio ese abandono que no puede ser eterno y que abre la puerta a un mañana incierto en el que, podría ser, la demagogia pase factura en forma autoritaria una vez el desengaño se haga dueño de la conciencia colectiva.

Es tal la estulticia y el desprecio que Rubiales se ha hecho dueño de la noticia y ocupado una semana entera, vital para conformar un gobierno. Ni una palabra sobre el repunte de la inflación, sobre el precio del carburante que se espera suba inmediatamente, sobre la deuda que nos acabará pasando factura, sobre el desempleo oculto tras cifras engañosas una vez concluya el verano etc…Rubiales ha sido el gran problema de una nación que no muere, ni bosteza como dijo Machado, sino, para su vergüenza y como aviso, hace chanzas sobre los grandes temas que para la mayoría son simples burlas ni siquiera disimuladas tras la tragicomedia mal representada por actores de segunda. España siempre ríe, pero la risa es el termómetro de la conciencia colectiva.

Nadie sabe qué sucederá en los meses venideros, pero se ha instalado la certeza de que todo seguirá igual, a salvo las pugnas entre quienes viven en un mundo de pretensiones que poco o nada interesan a la mayoría. Por eso, constatada nuestra irrelevancia, nos dejamos llevar por el sopor de la historia interminable de las mismas cuitas de siempre, propias de quienes las necesitan para existir y presenciamos una ausencia casi plena de convicciones, de obligaciones con las personas, con un mundo mejor. Venga la amnistía para algunos, la España de naciones que favorezca a las regiones más ricas, progresismo, dicen, en estado puro o venga la unidad vendida sin convencer de sus deficiencias cuando el modelo autonómico ha demostrado virtudes innegables incluso para un jacobino como quien escribe. Hablemos de besos robados y condenas sin juicio –mañana nos puede tocar a cualquiera-. Celebremos aquelarres presididos por los profetas de lo políticamente correcto. Dejemos la educación en manos de los monopolistas de la lengua como vehículo de discordia. Regresemos a la España una, grande y libre.

Todo menos entrar de lleno en lo que afecta a la vida, a la gente. Y es que eso es difícil y no vende o no interesa. O, sencillamente, quienes juegan con nuestro destino no son los más capaces o se han perdido en el mundo paralelo de una democracia que ha olvidado que es el pueblo quien la legitima.