Las cuentas de la vida

Errores

Los expertos apenas aciertan, así que es mejor no prestarles demasiada atención

Daniel Capó

Daniel Capó

Cuántas cosas son distintas a como las pensamos; de ahí el escaso valor de nuestras predicciones, incluso al más corto plazo. Los cambios llevan tiempo y, cuando se aceleran (por ejemplo los que tienen que ver con la sustitución tecnológica), la sociedad también se adapta a ellos con celeridad. Por supuesto, siempre hay ganadores y perdedores (esta parece ser una ley universal): unos países prosperan y otros se arruinan. Decía Marc Bloch que los grandes fracasos sociales nacen de los errores de la inteligencia; pero nuestros fallos, nuestras equivocaciones, son tan abundantes que resulta casi imposible acertar de forma sistemática. Más que un análisis coyuntural –o un discernimiento, por utilizar terminología jesuítica–, quizás convendría un examen de virtudes y principios: la virtud de la honestidad, del ahorro, de la responsabilidad personal y colectiva, del respeto a lo real frente a las elucubraciones ideológicas, etc. Pero, incluso asumiendo todos estos principios y aplicándolos con rigor, la historia se guía por un azar misterioso que arroja resultados a menudo imprevisibles. Los clásicos enseñaban que la esperanza constituye un vicio –fue san Pablo quien la convirtió en una virtud central para la cosmovisión cristiana–, precisamente porque nada puede hacerse contra la fuerza ciega del destino. Los modernos ya no aceptamos ese fatalismo privativo de las sociedades antiguas. Y bien que hacemos.

Cuando yo era niño, se pensaba que nos íbamos a quedar sin petróleo en apenas unas décadas y no fue así. Cuando estudiaba el bachillerato, los libros de texto insistían en que la economía terciaria –la de servicios: la banca o el turismo, por ejemplo– era el futuro, mientras que el tejido industrial respondía a un modelo de desarrollo más bien caduco. Eran los años en que triunfaba la teoría de un globalismo sin matices y en los que se deslocalizaba sin rubor alguno la fabricación de los bienes de consumo. Las consecuencias las pagamos ahora. Cuando salí de la universidad y Zapatero arribó a nuestras vidas, el relato oficial se tiñó de nuevorriquismo: España no sólo iba bien, sino que además había superado en renta per cápita a Italia y muy pronto iba a superar a Francia. Por supuesto, a los pocos años todo fue a peor con la crisis de las subprime y el hundimiento de la deuda soberana. El euro, sin Mario Draghi, habría desaparecido; sin embargo, no sucedió porque estaba Draghi y, si no, quizás hubiera habido otro en su lugar igual de efectivo. No lo sabemos, pero no volvimos a la peseta o al marco, del mismo modo que Grecia fue intervenida pero no expulsada de la moneda común. ¿Sucederá lo mismo ahora con el apocalipsis climático? A saber. Algún día, un experto acertará con una de sus predicciones aunque nadie sabrá si ha sido la suerte o la lógica lo que explique su éxito. Esto vale para todos, también para nosotros y nuestros pensamientos. Conviene no hacer demasiado caso a nuestras creencias o suposiciones.

Los etruscos leían el futuro en el vuelo de los pájaros, en las entrañas de los animales sacrificados o a través del resplandor de los relámpagos. Nosotros lo intentamos por medio del big data, de los cuadros estadísticos o siguiendo los delirios de la ideología, que es una fe sin Dios pero con todas las características de las peores religiones y ninguna, o muy pocas, de las mejores. Tener en cuenta que la vida es ondulante, como enseñó Montaigne –y Josep Pla solía recordar–, es un buen consejo. Lo que hoy damos por seguro puede no serlo mañana. Y a la inversa.

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