La plaza y el palacio

Incertidumbre y nostalgia del Bipartidismo

El nuevo ciclo electoral recompone el bipartidismo pero aún lejos de su hegemonía

El nuevo ciclo electoral recompone el bipartidismo pero aún lejos de su hegemonía

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

Es característica de nuestro tiempo que el articulista de opinión, si tiene opinión y no es mero glosador de ideas en busca de adhesión, deba encarnarse en el mundo como paradoja. Esto es: tratar de denunciar el insulto sin insultar, tratar de ser todo lo radical que considere en sus ideas sin ceder al radicalismo que se queda en argumento hueco, tratar de argumentar sabiendo que ello le procurará refutaciones intempestivas, algo de lo que están liberados los filósofos del tuit y los vocingleros de denuestos por los que nadie pedirá responsabilidad. Con este ánimo, no muy feliz, me enfrento, desde hace meses, a la pantalla en blanco. Acechado por la guadaña del error, acogido a la esperanza de que el lector sea capaz de asumir que también en la paradoja, y hasta en la pura contradicción, puede haber más sustancia que en la falsedad rotunda, en frases que se difuminan al primer embate con la realidad. Porque sólo reivindicando lo concreto merece la pena esta tarea y la tristeza que causa dialogar en un mundo que se diría trastornado.

Incertidumbre como estado de ánimo, y nostalgia como solución imposible, son los palos que sustentan lo actual. Y España es lugar privilegiado para entenderlo. Porque las fuerzas que sólo pueden vivir de esta mezcla son poderosas y capaces de ampararse bajo la bandera y las togas y los rezos y la eternidad de una España siempre en acecho. Pero también sobreviven fuerzas que hacen de dique. Y no es que en este bloque de mayoría no haya malestar y nostalgia. Los hay. Pero el malestar es de otro tipo: es desazón que opta, a veces a palo de ciego, por perseverar en los discursos de lo social y lo plural. Y esto es lo que no entiende la derecha. Y son fuerzas en las que también se apretuja la nostalgia, con sus peligros. Así, creo que una de las mejores cosas que puede hacer una dinámica distinta en Catalunya es evitar que Junts se transforme en un Vox catalán, que tentaciones no han de faltarle. Porque este bloque mayoritario aún tendrá que lidiar con el reparto de recursos para la igualdad y con las políticas de inmigración. De eso, en el arduo arsenal de palabrería de Feijóo, no parece haber atisbo. Los rezadores ignoran las palabras del Papa y a los patriotas no les gusta que la patria les de problemas.

Pero lo cierto es que algunos no olvidan el bipartidismo clásico en favor de un bibloquismo desagradable y áspero, trenzado de renuncias, equívocos y equivocaciones. De ahí muchos males. Porque en esto la democracia representativa española es fiel a sus principios: esta nueva transición ha ocurrido para representar a pulsiones de la sociedad española que, en muchas de estas cosas, es reflejo de la europea. O sea: la transición de bipartidismo a bibloquismo se produce porque los cambios en la sociedad empujan. Al menos por dos razones. 1) El bipartidismo, tan seguro y grato, acabó por convertirse en sinónimo de lo peor de una política incapaz de atender al desmayo democrático causado por la crisis de 2008. El bipartidismo apuntalaba el Estado de Derecho, pero fue insensible para atender los requerimientos del Estado social, las demandas de los más débiles, humillados por la opulencia de algunos y la pasividad de los grandes partidos. 2) La sociedad se ha fragmentado y ha tomado conciencia de ello: la irrupción del feminismo o la presión del movimiento LGTBI+, o las nuevas formas de comunicación, han dinamitado muchas convicciones en las que se sustentaban las jerarquías. Por otro lado, el fin de ETA y el fracaso sucesivo de los intentos de secesión en País Vasco y Catalunya, han conducido a nuevas visiones de la pluralidad nacionalitaria: el cierre del Estado autonómico no se había producido y ya hay que arbitrar nuevas fórmulas de conflicto/encuentro.

Ninguno de los grandes partidos fue capaz de advertir todo esto hasta momento muy tardío en el caso del PSOE, tras las advertencias de acampadas y nuevos partidos del cambio. No es casual que se subleve parte de las élites socialistas originarias, convencidas de que se habían ganado a perpetuidad la administración de un patrimonio que mezcla lo biográfico con lo político: su reino ya no es de este mundo; ese patrimonio existe, pero muy mermado y ya no les necesita. El PP no ha podido metabolizar la mudanza más que a base de perseverar en el pasado, de rumiar la melancolía despreciando la incertidumbre social a base de valorizar lo simbólico, lo gestual: vilipendiando en el Parlamento tratando de conquistar la calle, lo que siempre odió. Pero en este caso el acicate es Vox. Y Vox es parte de un movimiento internacional de consecuencias tan graves que cualquier cosa que se haga por detenerlo en los límites democrático-constitucionales estará justificado. Ya sé que con esta última opinión no todos están de acuerdo. Sólo puedo decirles dos cosas: 1) Ojalá esté yo equivocado. 2) Ojalá cuando vayan a colgarles por los pies, todavía encuentren alguien que les dé cobijo. (Esto lo digo metafóricamente, como mera digresión historicista, por supuesto).

Obviamente, el tránsito a este panorama es lo que ha astillado la política –reforzado por la pandemia y otros riesgos emergentes- y provoca la presión para uniones que hace 15 años hubieran sido inauditas. Y aquí y allá escucho a comentaristas y gente de buena intención rasgarse las vestiduras. ¡Qué le vamos a hacer! Lo que el panorama enseña es que hay que reconstruir todo esto y que no es seguro que tengamos los proyectos necesarios. Los bloques más o menos polarizados son la respuesta provisional, que será tremendamente larga si se espera el regreso al bipartidismo, el viaje al pasado. Pero a los añorantes del bipartidismo entendido como reparto de cromos, básteles con mirar ese escorial de materia de desguace y derribo en que se ha convertido el CGPJ: ahí se sintetizan todos los temores, traiciones y estupideces de las que se fue capaz. Que ahora el PSOE persevere en el nombramiento del Presidente de la Agencia EFE es otro ejemplo de cómo debajo de las playas aún hay asfalto. Que esto que acabo de decir se pueda imputar, en los niveles autonómicos y municipales, a cientos, a la derecha, es sólo otro ejemplo de cómo siempre habrá honesta gente dispuesta a perdonar a los conservadores lo que se condena en la izquierda.

Por todo ello muchas cosas que se dicen causan perplejidad. Oigo que el Presidente del Gobierno destaca por una ambición suprema por serlo. Me alegro. Nada peor que un político sin ambición. Y espero a que alguien me diga si es que González, Aznar, el mismo Suárez, no fueron, ante todo, ambiciosos. Y escucho que el Gobierno hace cosas que no había anunciado, los más terribles engaños. No sé qué hizo, en buena hora, Suárez para traer la democracia, no sé cuánto mintió González con la OTAN o Aznar con los terroristas de los trenes de Madrid, o Pujol o Rajoy con las cosas de la corrupción. Caray, qué floja memoria.

Pero, se me dirá, nada conmensurable con lo de la amnistía. Yo, que he dudado sobre esto, he llegado a convencerme de su suficiente bondad gracias a sus enemigos. No lo digo como desafío: si desata tanta rabia en la derecha, la ultraderecha y la nueva derecha ilustre e ilustrada, es que es preciso hacer algo radical para acabar con esa herida y como la justificación de la ley es clave, yo ya la encuentro justificada con los denuestos de nerviosos e intensos rezadores y sus silenciosos compañeros de viaje. Otra cosa es si consigue alcanzar una forma constitucional aceptable por el TC. Por lo demás, me pregunto con qué hubieran empitonado estas gentes temerosas y nostálgicas si no hubiera aparecido la amnistía. Porque si ésta sirve para negar pan y sal al Gobierno: ¿qué pasó antes cuando también abominaron su legitimidad? ¿No caerá alguno de los patriotas de oficina y sacristía en que es el mismo discurso el que se oye desde que la izquierda –con su carreta de contradicciones- llegó al poder? Y eso fue y es así porque en el esquema bipartista a la izquierda no le tocaba gobernar, porque se atrevió a ganar una moción de censura, que el bipartidismo interpretó siempre como un adorno de la Constitución que nunca se llevaría a efecto. La vergüenza de que la ganara la izquierda –con su carreta de contradicciones- es lo que algunos aún no han superado. Santo y bueno.