Oído, visto, leído

La cooperativa del sufrimiento

Un fotograma de 'La sociedad de la nieve' de Juan Antonio Bayona.

Un fotograma de 'La sociedad de la nieve' de Juan Antonio Bayona. / JesúsJavierPrado

Jesús Javier Prado

Jesús Javier Prado

La película La sociedad de la nieve (aún en cines y desde el jueves en Netflix) trata sobre un grupo. Un grupo de gente que se embarca en un avión para una cosa (jugar un torneo de rugby) y se encuentra con otra muy diferente (un accidente tras el cual han de enterrar a los muertos y sobrevivir en los Andes, rodeados de nieve y de silencio). Y lo que hace Juan Antonio Bayona con este grupo, sin efectismos baratos ni emociones falsas, es magia. Magia potagia, porque te mete en el fuselaje del avión desde el minuto uno y ya no sales de él hasta el final de las dos horas y veinte. Uno acaba de ver la película y sale del cine con los dedos de las manos y de los pies aún entumecidos por el frío, y la cabeza dolorida por la altura de esa cordillera infinita.

No debió ser casualidad que el grupo que se juntó en ese avión en su mayoría fueran integrantes de un equipo de rugby: es posiblemente el deporte de equipo más grupal que existe, por la necesidad que tienen los quince jugadores de moverse al mismo son, a la vez. En un partido de rugby uno no se puede borrar ni diez minutos (como sí pasa en fútbol) porque hace un agujero al equipo entero. O se mueven los quince a una, o no hay caso. Y en el caso del accidente fueron dieciséis los que quedaron y montaron una sociedad -o más bien una cooperativa del sufrimiento- que hizo posible lo imposible: setenta y un días sin ropa adecuada, sin comida, y cercados por la nieve, las montañas y los compañeros muertos. Solo desde la necesidad y el convencimiento que tenían de crear una agrupación de intereses para llegar vivos al día siguiente se puede entender todo lo demás. Bayona da lo mejor de sí -y eso es mucho, en este tipo nacido en Barcelona en 1975, pero que podía haber nacido en Cincinnati, Los Ángeles o Connecticut- y filma de manera mesurada, emocionante y sin artimañas las relaciones que tienen este grupo de dieciséis, los problemas que les surgen, las dudas que les atormentan. Y también lanza preguntas a los que estamos sentaditos en la butaca, comiendo palomitas y bebiendo cocacola (zero): ¿qué habrías hecho tú? ¿cómo te hubieras comportado? ¿qué decisiones habrías tomado? ¿cómo superaría tu cabeza estar vivo, mientras la mayoría va muriendo?

Y también muestra otras dos cosas: la importancia de los liderazgos positivos, y la constatación de que para conseguir cosas imposibles de vez en cuando se necesita algún fogonazo de locura. Porque locura fue lo que tuvo Nando Parrado cuando decidió abandonar el campamento e irse montaña arriba con su compañero Roberto Canessa, sin fuerzas y sin apenas comida ambos, sabiendo que cada paso los enfilaba a la muerte si no conseguían encontrar pronto algo o a alguien. Hay un plano que da escalofrío, cuando tras llegar a lo alto de la primera cima, delgados y exhaustos, Nando mira enfrente y no ve más que más montañas altísimas y llenas de nieve, y le dice a su compañero, que le mira alucinado: «Tras esas montañitas de nada, detrás, está el mar, está Chile. Estoy seguro».

Con todo, un grupo es capaz de lo mejor, pero también de lo peor (la Manada era un grupo; ETA fue un grupo; los exparticipantes de Sálvame formaban un grupo). La capacidad de los grupos buenos para multiplicar el bien es igual a la fuerza de los malos para engrandecer el mal. Hace cincuenta años en los Andes salió cara, y Bayona (Jota para los amigos) ha correspondido a todos los integrantes (a los vivos y a los muertos) de aquella aventura inaudita con una película que es puro cine, compasiva y emocionante a partes iguales, donde no sobra nada, ni una coma. Ni siquiera un poco de nieve. Jota dice que nació en Barcelona, pero yo creo que es de Cincinnati o quizá de Connecticut.