Tiene que llover

A vueltas con el algoritmo

Virginia Woolf.

Virginia Woolf. / INFORMACIÓN

Francisco Esquivel

Francisco Esquivel

Septiembre fue el mes en el que programamos unos cuantos días en Londres alojándonos en Bloomsbury. Estando por el barrio hubiese sido descortés no buscar el 46 de Gordon Square en el que Virginia Woolf fue a dar con ese grupo de intelectuales que le cambió el modo de relacionarse, a ella que tanto le costaba lograrlo consigo misma y donde junto a Leonard fundó una editorial en la que, a sus aportaciones literarias, se sumaron las de T. S. Eliot, Sigmund Freud y Katharine Mansfield, entre otros. Desde aquel instante no hacen más que saltarme historias relacionadas con la escritora. Lo último procedente de Viajes National Geographic, bajo el epígrafe «Desde Londres a las habitaciones propias de Virginia Woolf». Y así todos los días durante estos meses. Mira que me atrae su figura, pero tampoco era consciente de que fuera tanto.

Además ignoro a qué o a quién es necesario recurrir para avisar que, de necesitar algo más, ya lo buscaré por mi cuenta. Pero no hay manera. De hecho ahora mismo, mientras tecleo, acaba de entrarme otro volumen titulado «¿Por qué Virginia Woolf sigue siendo moderna a los 142 años de su nacimiento?». Y, dado lo perverso de la situación, el caso es que me pongo a responder mentalmente a los envíos y constatar de ese modo hasta qué punto voy adquiriendo soltura en la materia. Junto al sesgo de su obra y de cómo se fajó por desprenderse de los corsés victorianos, enseguida se me vienen sus habituales incursiones a la sala de lectura de la biblioteca del British Museum, que tenía a dos pasos, donde se halla cómoda convencida de que «si no se puede encontrar la verdad en estas estanterías, ¿dónde va a estar?» aunque, en su caso, resulta difícil no percibir que se trata de una casa de libros sobre mujeres escritos por hombres, de ahí que en las conferencias se hiciera en voz alta la pregunta acerca de qué es lo que precisan ellas para escribir buenas novelas y que la respuesta fuese muy directa: «Una habitación propia». Y aquí sigo en la mía, que también es suya.