La plaza y el palacio

Tractores

Agricultores y ganaderos durante una de las protestas de esta semana en España.

Agricultores y ganaderos durante una de las protestas de esta semana en España. / Álex Zea - Europa Press

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

Leo y escucho opiniones reiteradas que afirman que Vox y algunos de sus lacayos están detrás de las movilizaciones de agricultores, y no sé si la incorporación de las asociaciones agrarias “clásicas” cambiará esa presunción o algunas de ellas la robustecerán. Es cierto que algunos líderes, ciertos mensajes y hasta la puesta en escena, invitan a esa idea. No me extrañaría que algo de eso fuera cierto, pero saberlo, saberlo, no lo sé. Lo que sí sé es que si cada movilización la vamos a interpretar automáticamente en esa clave, regalaremos muchos votos a la extrema derecha. Ya hay estudios que demuestran que a ese campo ideológico han ido a parar numerosas personas que se sienten insultadas y agredidas simbólicamente por adoptar posturas fruto de un marco cultural en el que se formaron, por lo que no se sientes “culpables”, al menos tan culpables como son tildados desde grupos progresistas. No se trata de negar la crítica, a ellos y a su acartonada “normalidad”. Sí se trata de que si vamos a batallas ideológicas haya alguna posibilidad de ganarlas. Que los proyectiles, a veces, rebotan.

        Sin renunciar a alguna acotación al radicalismo de ciertos tractoristas, y a la vista de que no está en mi mano resolver los problemas de fondo, y más allá de una edulcorada expresión de respeto al Derecho de reunión y manifestación, me interesa lo que ocurre y el programa de las movilizaciones –por toda Europa- como síntoma de profundos desarreglos y riesgos. Por ver si personas y grupos progresistas interiorizan la necesidad de comprender el mundo sin que este se someta necesariamente a sus benevolentes fantasías.

Lo que hay detrás de estas movilizaciones, como detrás del voto a segmentos de las derechas y de discursos crispados hasta el infinito, es el miedo, la irrupción de la incertidumbre como el auténtico tractor de los sentimientos y de los intentos de convertirlos en razones que legitimen movilizaciones. Ya sé que nada invento, pero me interesa destacar la cuestión porque una reflexión sobre el miedo –que, al final, sufrimos todos los preocupados por lo público- es esencial para seguir haciendo política digna de tal nombre. La filósofa Martha C. Nussbaum, en su interesantísimo libro “La monarquía del miedo”, recuerda que “Aristóteles definió el miedo como el dolor producido por la aparente presencia inminente de algo malo o negativo, acompañado de una sensación de impotencia para repelerlo”. Observemos el doble perfil: una apreciación que puede ser objetiva, realista, y una reacción subjetiva. Para convertirse en palanca de acción basta con la certidumbre –que derrota a la terrible incertidumbre- de que “algo malo se avecina y yo estoy aquí atrapado”. Lo malo es que “el miedo hace que queramos evitar el desastre. Pero es evidente que no nos dice cómo”. En el caso actual baste con examinar el batiburrillo de signos con que se adorna la movilización –desde banderas de España a barretinas: una mezcla de suelo patrio y de amor por un pasado folklorizado-. Por no hablar de las declaraciones de las decenas de personas que ni siquiera tienen la responsabilidad de representar fehacientemente a alguien.

        Es el miedo a la globalización. O, mejor, a un modelo de globalización, en convergencia con el fundamentalismo digital, que, entre muchas cosas buenas, incluye una mentalidad neoliberal que no va a detener su trituradora ante profesiones que, salvo excepciones, no pueden hablar de tú a tú a los poderosos. Miedo al descubrimiento de que la autoestima anda en barbecho cuando, tras las prédicas electorales, se descubren unos datos demográficos nimios. Miedo al lenguaje impracticable de una UE tan necesaria para toda la economía –sobre todo la agraria- como pesarosa para cada agricultor tomado de uno en uno. Miedo a los otros lejanos que dan en plantar las mismas cosas que aquí configuran nuestra identidad, pero a los que no podemos oponer un proyecto proteccionista sin que pueda volar toda la construcción europea: por más banderas que cabalguen tractores, quien se pare a pensar sabe que en esa renacionalización económica no hay futuro, por más que se adorne de “soberanía alimentaria” y otros lemas cosechados en los campos de la izquierda alegre y divertida, más preocupada por el mundo venidero que por arreglar los bancales del presente. Y eso no está mal. Lo malo es que el presente no es cualquier presente: es mucho presente, un presente de esos que también dan miedo, porque ignora lo que hay al volver la esquina y quizá haya monstruos que no podemos cazar porque la ley nos lo prohíbe.

        Por eso lo más irracional del programa tractorista, lo que es pura demagogia, es lo que sintetiza los miedos y apura las nostalgias: estar en contra de los ODS y su Agenda 2030 –épocas hubo en que Podemos fue el primer adalid contra ese proyecto de la ONU-. Estoy seguro de que la gran mayoría de los opositores agrarios a la Agenda no la han leído: es posible que en los documentos de desarrollo haya algún punto que, por solidaridad con agriculturas del sur global, entrañe un riesgo puntual, pero en conjunto es la carta más avanzada que la humanidad ha sido capaz de elaborar para generar compromisos con la justicia o la paz. Y el medio ambiente. Escucho a algún tractorista bramar –como lo hacen políticos de Vox y del PP- contra el ecologismo. Y también aquí me pregunto qué se ha hecho mal para seguir encontrando estas reacciones, ese cóctel venenoso de proteccionismo agrario y ultraliberalismo ecológico. Manchar museos no ayuda, ni, en general, dar por sabido el programa que debe ser aceptado como autoevidente por tanto nostálgico asustado. Pero me da una pena enorme imaginar el legado de estos alegres creyentes en un clima infinito. Me dan pena sus hijos.

        Sin embargo hay un punto en su programa que comparto, asumiendo mi cuota de temor. Me refiero al ataque a la burocracia. Leo las declaraciones de una agricultora en la que dice trabajar 16 horas en los campos para llegar a casa a rellenar formularios. Quizá exagere. O no. La cultura del formulario reiterado e innecesario expresa, como pocas cosas, la impotencia a que la administración somete a eso que se dice la “gente de a pie”. A un alpinista le preguntaron por qué quería subir a Everest y respondió: “porque está allí”. Uno tiene la sensación de que la informática administrativa lo único que a veces simplifica, en estas cosas, es la capacidad de elaborar formularios inverosímiles y cambiarlos cada mes con nuevos datos inútiles. Los formularios, infinita montaña, se hacen porque pueden hacerse. Y luego se blindan con ejércitos de contraseñas y contraseñas de contraseñas que asustan. Menos mal que usan cookies -¡pandilla de imbéciles inventando nombres simpáticos!- y cada cierto tiempo nos preguntan si somos robots. ¡Pues claro que somos robots! Si los profesores de Universidad no fuéramos tan narcisistas ya estaríamos cortando carreteras solidariamente con estas gentes que hacen tan fundamentada denuncia. Calculo que cada mes empleo en rellenar formularios el tiempo que necesito para leer varios libros, analizarlos y establecer vínculos con el esquema general de lo que estudio. Vamos, lo que venía siendo investigar.

Por cierto: ese alpinista –Mallory- yace insepulto en el Everest. Nadie sabe si fue capaz de alcanzar su cima. Esta es la metáfora suprema de la desorientación, de la incapacidad de unos para expresar claramente sus necesidades sin mancharlas con ideas peregrinas y reaccionarias y de la de otros por anticiparse a los hechos presumibles, de aparcar alguna prepotencia y dialogar con un mundo tan complejo como crecientemente peligroso.