Forajidos y apandadores

Archivo - Fachada del Tribunal Supremo en Madrid.

Archivo - Fachada del Tribunal Supremo en Madrid. / Carlos Luján - Europa Press - Archivo

Javier Mondéjar

Javier Mondéjar

Del universo Disney apenas me interesa nada, más allá del propio Walt y de su visión avanzada al inventar un sector económico de ocio que no existía y es ahora referente. Soy mal cliente de sus almibaradas historias, reconociendo que tienen su público y no siempre menor de doce años. Creo que no me gustaban sus dibujos ni cuando era pequeño y jamás le perdoné personalmente al Sr. Disney que matara a la madre de Bambi y me dispensara la mayor llorera de mi vida. Hay excepciones: una obra maestra poco conocida de 1944 que es brutal, “Los tres caballeros”, el traveling circular de “La Bella y la Bestia”, algunos diálogos de “Aladdin” y muchas de sus bandas sonoras originales.

Para no gustarme Disney, no es poca cosa, pero reconozco el talento donde lo veo y no me duelen prendas. De los personajes hay dos muy logrados: el Tío Gilito con su afán acumulador de monedas, tan semejante a algunos conocidos, y sus eternos enemigos: los Golfos Apandadores, que traman mil fechorías para dejarle sin blanca.

No es que haya conocido un número escandaloso de golfos apandadores o de forajidos de leyenda, pero con alguno me he tropezado. Normalmente son gente que no lo aparenta. Ves un robagallinas por la calle y te mosqueas por las trazas y el talante huidizo (me encanta este adjetivo rescatado de las novelas de los años treinta, pensé que jamás iba a tener ocasión de utilizarlo). Los apandadores llevan trajes estupendos y corbatas correctamente anudadas, incluso presumen de sinceridad y de honradez, cual si fueran azote de ladrones. Aprovechando los resquicios del sistema se lo llevan crudo: unas veces recibiendo cohechos, otras donando regalías a sus amiguetes o directamente metiendo la mano en la caja.

Lo malo de estos delitos es que son difíciles de perseguir y mucho menos de encerrar a los delincuentes en una mazmorra fría. ¿Cómo demonios pruebas que en una obra que encarga una institución no se reserva una cantidad para pecunio particular de su presidente? ¿O en la compra de un terreno o un edificio, en la contrata de la limpieza, la compra de mascarillas, las facturas de los restaurantes caros, las minutas de eventos?

O alguien canta la traviata y graba los sobornos o no hay tu tía. Y encima, aunque haya grabaciones, es posible que un juez comprensivo, convencido por un buen abogado (bueno en el sentido profesional, no bondadoso), las anule. Se han dado casos. Más de uno y de dos y de cien.

A menudo me planteo si la justicia no es excesivamente garantista en España. Muchos malos se escurren por su cedazo y salen de rositas. Quizá no sería preocupante que se vigilaran con celo los derechos del procesado si a la vez fuera rápida la administración de la ley. Como esto no es así, numerosos delitos de guante blanco quedan impunes y en otros casos es tan largo el procedimiento que mueren los protagonistas o se dilatan los plazos para que la causa prescriba. Al final hay individuos más culpables que Romasanta, el hombre lobo de Allariz, que no pasarán ni una hora en el calabozo y transmitirán a sus herederos los caudales apandados. Encima se ríen de nosotros por ser tan pardillos y, si nos descuidamos y les llamamos ladrones, nos denuncian por injurias.

La impunidad es más peligrosa que la injusticia y en España existe la sensación de que la ley aprieta a unos más que a otros. No es ahora con el independentismo, que también, pero estamos hartos de ver casos célebres que ni siquiera llegan a juzgarse o delitos prescritos que son vitoreados con entusiasmo por los beneficiados como si se hubiera reconocido su inocencia virginal. Y ya ni les cuento cuando muere el procesado, porque si no hay acusado, no hay juicio, pero eso no significa que no fuera culpable.

Hay personajes que todos conocemos que llevan quince años, o incluso más, en capilla para sentarse en el banquillo. A lo mejor nunca se sientan y previsiblemente no serán condenados en firme, la vida no da para tanto. Porque existe la presunción de inocencia y nadie es culpable hasta que no lo decide un juez, un jurado, catorce mil recursos, el Supremo, el Constitucional y el Tribunal de Justicia Europeo, si no median indultos o amnistías. Eso para los acusados guay, los robaperas ingresan en prisión y se tira la llave sin más procedimientos ni tácticas dilatorias.

Los Golfos Apandadores acababan en la cárcel hasta la siguiente aventura, a algunos de los actuales se les hacen homenajes laudatorios, porque en España robar sólo está mal visto cuando lo hacen tus rivales, nunca los tuyos. Si eres creyente piensas que los malos lo pagarán en las calderas de Belcebú, pero evidentemente no es el caso. Una pena.