Soberbia y valores humanos

El Papa en una foto de archivo.

El Papa en una foto de archivo. / Evandro Inetti / Zuma Press / Contactophoto

José María Asencio Mellado

José María Asencio Mellado

El mundo se ha tornado peligroso. Las personas, vacías de sentimientos primarios, ahogadas entre la ambición por lo terrenal, nunca finita y la mística de la soberbia que reduce al ser humano a sí mismo, a la insatisfacción de no saberse pleno, a la dura realidad de encontrarse cada día con su soledad engreída, crean un universo oscuro, tenebroso, en el cual prima el ego y solo el ego. El resultado es la muerte de la vida o la vida muerta, dejando quienes representan lo peor del ser humano, un reguero de víctimas incontables, de cadáveres silentes, de huérfanos de la dignidad que renuncian a defenderla ante la vileza de la soberbia de los que no dudan en arrasar con todo para ni siquiera ser ellos. No saben quiénes son, seguramente porque no son nada. Su fuerza solo es producto del miedo de quienes los conllevan o acatan obsecuentemente vivir bajo la miseria ética.

La ambición como meta, cambiar el suelo, no el cielo como proponía Cicerón, es un camino que lleva al desamparo, pues la tristeza suele acompañar a quien con un cuerpo sólo anhela muchos espacios en los que nunca habita otra cosa que el logro de tener, de poseer, de retener y, a la vez, de restar y privar a cualquiera que anhele un espacio íntimo de paz y elevar el alma al infinito y al sentimiento profundo y calmo que identifica a los seres humanos desprovistos de vileza. La impotencia frente a la armonía de quien se instala en el caos siempre lleva al odio, a la envidia, porque en el fondo aquel se sabe inferior e incapaz de imponer su melancolía a quien decide vivir, no pasar, sentir, no morir cada día, amar, no odiar.

Madres contra hijos, hijos contra hermanos, siervos contra libres, cuchillos contra el alma, son enseñanzas siempre transmitidas que en ocasiones, pocas, triunfan en el reducido mundo en el que reina la palabra hosca, la mirada perdida, el rechazo irracional de quien se considera asistido por la razón única, la suya y la verdad, de la que se apropia en exclusiva y la proclama desde el altar de la apariencia externa y la oquedad interior.

La sociedad ha cambiado, porque los valores se han trastocado. La inseguridad que genera el caminar sin bases éticas reconocibles y sin un futuro previsible y querido, lleva a quienes se sienten más perdidos, aunque no sean conscientes de su fracaso personal, a pasar por la vida como en una tempestad, como un barco a la deriva sin puerto de partida y sin meta.

Católicos hay que siguen pensando que Dios es español y de derechas, que la misericordia, el perdón y el amor, centro de nuestra creencia, es compatible con el odio al diferente, sea por razón de sexo, de raza y, lo que es peor, de fortuna. Rechazan a los pobres, les molesta verlos en la calle, no su indigencia. El Papa es un hereje, sostienen, porque predica un catolicismo mucho más profundo que la hipocresía de quienes no lo han entendido, de quienes siguen creyendo en un Dios selectivo, formal y aparente, de misa dominical con vestidos de galas, de mirada torva al vecino de banco si te ofrece su mano.

Cuando los valores de nuestra religión se difuminan por causa de la soberbia de los fariseos que aparentan, con escaso éxito, su nula dignidad, incompatible con la esencia del ser humano, se abre la oscuridad y surge del interior vacío la peor de la negrura del rencor consigo mismo, que se dirige frente a todo aquel que, viendo ese pozo, no acepta vivir en la oscuridad.

Son precisamente estos, los que quieren imponer su vacuidad ética disfrazada de una creencia en la que no creen, los culpables del rechazo a la belleza de la religión católica y los responsables de la pérdida de valores en una sociedad huera de referentes. Si se rechazaron y buscaron en otra parte fue por culpa de quienes sembraron solo forma, letanías repetidas sin alma, llantos por los santos locales y procesiones de exhibición prepotente.

Surgen ahora curas que desean el pase al cielo inmediato del Papa, curas impulsados por la élite inmisericorde de esos católicos que ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Esos católicos prestos a responsabilizar al prójimo de sus propios pecados, los que no han entendido nada del amor a los demás, de la humildad, concepto que desconocen sin saber muy bien qué razón tienen para sentirse superiores.

Hay que construir un mundo mejor. En todas partes la gente buena, creyente o no, siembra. Y esa gente que busca la paz, que padece por el prójimo, que no lo aparta ni lo humilla, que lo acepta en sus diferencias y sentimientos, está más cerca de Dios que quienes crean reglas de moral que olvidan al ser humano, a los animales, seres que sienten, a la naturaleza viva. Estos últimos son y creen más, aunque lo hagan con otras palabras, que aquellos que dejan un reguero de miseria en nombre de un Dios que profanan cuando olvidan el más fundamental de los mandamientos: el amor a Dios y al prójimo.

Por eso un Papa que habla de misericordia merece respeto. Por eso quienes insisten en la victoria de la falsedad de su agonía y tristeza vacía, deben ser puestos en su lugar. Por el bien de la humanidad. Y porque Dios es amor.