Opinión

Ripley

Ripley.

Ripley. / Netflix

Dentro de la morralla audiovisual en la que nadamos todas las noches al llegar a casa, de vez en cuando aparece en ese mar de plástico una pequeña joya que pasa, por lo general, desapercibida. “Ripley”, en Netflix, es la cuarta adaptación cinematográfica de la novela de Patricia Highsmith (“El talento de Mr.Ripley”, 1955), una de esas que hay que leer, pues no deja indiferente a nadie. De las películas que se han hecho del libro, destaca, por encima de todas las demás, la de Anthony Minghella de 1999, que, como casi todo lo que hizo ese director genial de vida demasiado breve –sólo se mueren los buenos-, es, en mi opinión, una obra maestra que he visto más de treinta veces. Resulta tan inevitable como erróneo comparar esta serie de ocho episodios con el largometraje de Minghella, pero merece la pena asomarse a esta nueva reencarnación del famoso estafador y sociópata. La dirige Steven Zailllian, que fue guionista de “La lista de Schindler”, y la protagoniza Andrew Scott en el papel de Thomas Ripley. Éste gasta una imagen a caballo entre F.G.Lorca y Norman Bates. Tiene un aire bohemio y una mirada inquietante, si bien carece del calculado desenfado y la profundidad del personaje de Highsmith, que tan bien refleja Matt Damon en su soberbia interpretación de la película de Minghella. Es más plano, con idénticos reflejos psicopáticos, pero sin ese diletantismo juvenil ni esa pasión barroca que guía los pasos mentales de Damon/Ripley, y que suscita una cierta emoción en quien carece de ellas. El Ripley de Scott es un ser más frío y con menos aristas, un hombre cerca de la cuarentena que miente para sobrevivir a su circunstancia. En este prevalece la estafa como fin en sí mismo y no tanto como medio para medrar en su particular lucha de clases. Uno puede empatizar con el pathos de todos los “Ripleys” en ese juego de espejos rotos que han ido creando las diversas adaptaciones de esta novela ya universal, pero no tanto excitarse con la villanía de este último Doppelgänger, menos labrada en los recovecos y la filigrana de su mente enferma. Se echa de menos en la serie una mayor interacción con Dickie Greenleaf, antagonista de Ripley. Rico heredero e hijo pródigo que nunca regresará al hogar familiar, lo interpreta Johnny Flynn. Pese a ser un personaje central, Adonis y modelo de suplantación de Ripley, su papel es demasiado fugaz como para ser la némesis de aquél, ni para poder dibujar la relación ambigua y homoerótica del guion, reducida en este caso a una vaguísima familiaridad que no atisba amistad siquiera y que termina de golpe. Uno de los personajes clave en el film de Minghella es Freddie Miles, interpretado en 1999 por un inmenso Philip Seymour Hoffman –bis repetita: sólo se mueren los buenos-, que se basta de tres escenas de la película para opacar a Damon y Jude Law. Este nuevo Miles es interpretado en la serie por una mujer joven vestida de hombre -“Coco” Sumner, hija de Sting y Trudie Styler-, que más parece un huérfano de una novela de Dickens que un patricio bon vivant de la Costa Este con sobrepeso, un alarde posmoderno sin testosterona que no acaba de funcionar. En el haber de la serie destacan sin duda la estética del rodaje en blanco y negro, entre el “noir” norteamericano, el expresionismo alemán y el neorrealismo italiano, el juego de luces en homenaje a Caravaggio, un siempre acertado posicionamiento de cámara, con picados y contrapicados de mucho mérito, una fotografía digna del mejor Cartier-Bresson, y un excelente trabajo de localización, que es un magno homenaje a la cotidiana monumentalidad de Italia. La serie se acerca más al texto de la novela de Highsmith, y, si su principal virtud es su bella factura, su pecado capital es que no logra el justo equilibrio entre la apabullante belleza del decorado y la negra turbación del personaje. Esa alquimia fallida no impide que la historia mantenga su tensión narrativa, incluso para aquellos que ya conocíamos su desenlace, en la que uno no deja de desear que el malo de múltiples máscaras, atrapado en su tela de araña personal y en la negación de su fea realidad, no lo sea por la Policía –magnífico Maurizio Lombardi como el “Ispettore” Ravini-, para salirse finalmente con la suya.

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