Opinión

Hacernos peores

Dos personas cruzan las vías del tren en la fachada litoral de Alicante.

Dos personas cruzan las vías del tren en la fachada litoral de Alicante. / Alex Domínguez

En «Humano, demasiado humano», Nietzsche asegura -con un expresivo punto de exageración- que hacer esperar mucho tiempo a los demás les vuelve inmorales, irritándoles e inclinándolos a pensar mal. No es la única manera indirecta pero bastante eficiente de hacer peores a los que nos rodean. Por ejemplo, conducir abusivamente aumenta el nivel de violencia a nuestro paso, así como saltarse una cola o comportarse desconsideradamente en transportes públicos; por no hablar de injusticias o humillaciones perpetuadas sin restitución.

Lo contrario no es tan fácil. Pero es bastante obvio que saltarse las reglas, incluso las más elementales de cortesía, pone a los demás en un aprieto y produce una pequeña alteración pública en la que incluso quienes defiendan lo razonable pueden ser llevados a hacerlo con malos modos. Es inevitable que el agravio por pequeño que sea se convierta en una prueba para los demás.

Pues bien, hace tiempo que la mayoría de nuestros políticos en el gobierno y en la oposición, los tertulianos y los opinadores públicos están empeñados en hacernos a todos los demás mucho peores. Y lo pretendan o no, en su caso la ignorancia no les gana ninguna disculpa. Parecen determinados a mantener el país en un estado de guerra emocional que infiltrándose en la vida diaria termine por enconar los ánimos; o, casi peor, extienda la indiferencia por la política y los políticos entre una ciudadanía cada día más ajena a las discusiones públicas.

Desde que el llamado régimen del 78 fue dado por extinto, la política se ha ido convirtiendo en la forma de continuar la guerra por otros medios, evidenciando que sus críticos no han sabido hacer la transición para abandonar la Transición. Lenta pero progresivamente se ha ido haciendo difícil hablar entre discrepantes sin que las posiciones se enfrenten agriamente. Lo de la polarización es una metáfora demasiado inocua para hacerse cargo del deterioro de la convivencia que acarrean esas disputas en las que mutuamente nos invitamos a decirnos lo peor.

Hemos olvidado que las difamaciones son como ondas, pero liberadas de sus límites físicos: crecen cuanto más se alejan de su centro emisor. Así que los comentaristas cuando reproducen más los insultos que los argumentos que se dan entre los políticos, los aumentan sin exagerarlos y el público los recibe veraces pero deformados, como las máscaras teatrales que se hacían para ser reconocibles desde la distancia. Esta involuntaria dramatización del odio tiene el inevitable efecto de hacernos perores empeorando a su vez nuestras relaciones.

Entre el teatro y la política hay un antiguo vinculo que no podemos despreciar ni olvidar: los espectadores de la representación teatral forman un público cuya unidad pasional prefigura la formación de «lo público». Pero si esa unidad prepolítica está rota entonces no se ha hecho imposible la política, sino que la única forma política posible y no violenta es la democracia. Es cierto que no hay nada más disyuntivo que el aplauso ajeno a lo ignominioso. Pero la virtud cívica que sostiene a la democracia consiste en saber sobrellevarlo entre tanto se procura un acuerdo, y no en lo contrario como ocurre entre nosotros.

Se suele salir del paso aduciendo que es un fenómeno general en las sociedades democráticas y no una rareza nuestra. Pero lo cierto es que tenemos una historia singular y entre nosotros la polarización reabre trincheras sin dejarlas cicatrizar. Aquello de Unamuno de que los españoles preferimos usar la cabeza para embestir antes que para pensar, no tiene refutación visible en nuestra democracia.

Para revertir esa autoalimentación del encono no basta con moderar las formas, aunque sea imprescindible, incluso acudiendo a esa hipocresía cívica que recomienda Innerarity: hay, en efecto, «una conquista civilizatoria muy valiosa en la libertad de callar», siempre que eso sea posible y forme parte de lo que se puede ceder en defensa de un bien mayor, como la convivencia. Lo hacemos con frecuencia en el ámbito de las relaciones personales más cercanas y no hay razón para que no la podamos tomar como una virtud cívica para preservar la vecindad y el clima de la convivencia política. Hartarse de esa contención es tanto como hartarse de los demás, que es seguramente lo que nos ha pasado.

Pero, más decisivamente, es necesario reformular el marco de lo político y, para empezar, es imprescindible tomar altura histórica para recordar que entre nosotros la convivencia amistosa es un logro político de inestimable valor. Hay, pues, que cargar con nuestra historia, pero no para dispararla contra los otros, sino para lo contrario, para conseguir la mínima complicidad que pueda dar lugar a lo político.

En ese sentido, la Ley de Memoria Histórica es un error mayúsculo, también por esta razón. Pero no menos que la tendencia a identificar la propia posición con los dictados de la Constitución: el constitucionalismo no es constitucional. Lo dice Juliana desde posiciones progresistas, y merece que los «constitucionalistas» se piensen si al definirse así no deterioran lo que quieren defender.

Otro tanto ocurre con los llamados «cordones sanitarios». ¿Cómo es posible no advertir el tufo a «limpieza y pureza» política de la idea misma? La conversación democrática no puede excluir a nadie que renuncie a llegar a las manos y prefiera dirimir mediante discusiones sus metas. Como tampoco se puede exigir que los objetivos políticos de todos quepan en la constitución, y que no puedan aspirar a cambiarla, ni a izquierdas ni a derechas, por cierto. Basta con que esos cambios no se pretendan incluso a pesar de empeorar a convivencia.

Lo decisivo es que sin renunciar a nuestras aspiraciones, asumamos que el marco de lo político exige que el país sea habitable para los contrarios, y que eso implica hacer cesiones, sobre todo cuando se gobierna, y concebir la política como un arte de mínimos y no de máximos. Es mucho más fácil si de la política no se ha hecho un sustitutivo de la religión, y se siente que la política no lo incluye todo ni lo más valioso.