Opinión

Nicolás Medina Cabrera

La pregunta de Antonio el pescatero

Destrozos causados por la guerra en Gaza.

Destrozos causados por la guerra en Gaza. / Europa Press

Los rumores bélicos volaban como una plaga. Cada vez lo hacían con mayor insistencia, a la manera de una nube de sombrías langostas. Era un enjambre poderoso. Hace años su zumbido se engrosaba, se extendía, reverberaba en el Levante y amordazaba a los grillos de esta esquina del Mediterráneo. Era obvio concluir que el mundo se caía a pedazos. ¿Pero qué se podía hacer ante un renovado anuncio del apocalipsis? ¿Huir? ¿Marcharse adónde? ¿A las montañas para vivir con las escolopendras? ¿O quedarse sin hacer nada como estatuas a orillas del mar? No. Quizá sólo era posible seguir respirando como siempre, por mucho que en otros puertos lloviera sangre desde el cielo.

Y por eso el pueblo lucentino perseveraba en su senda de inercia. Viviendo, parpadeando, ensimismado en laberintos cotidianos. El mercado latía como un órgano vivo; por sus olorosas venas edificadas transitaba la gente. Un coro de vagabundos bebía vino en la entrada oriental; dos vendedoras de flores conversaban despacio, con la mirada gacha, marchitándose junto a las rosas atacadas por el sol del mediodía. Más allá, los carniceros barajaban sus cuchillos filosísimos, los hortelanos voceaban la frescura de sus productos y los pescateros troceaban emperadores caídos en desgracia.

Antonio se contaba entre estos últimos. Hace quince años laboraba en el mismo puesto de pescado. Él también nadaba absorto en el inmenso río de la rutina, sin embargo, llevaba unos meses opaco, deshojado, como si le hubiesen cercenado las raíces de la felicidad. El pescado llegaba al ritmo de siempre y su clientela crecía, pero los atunes y otros peces le lanzaban unas miradas melancólicas, tal como si la gelatina de esos ojos fuera un espejo de los días venideros. Antonio juraba saber algo más valioso que los supuestos expertos y los magistrados descabezados y todos esos políticos que redoblaban tambores militares. Sabía, en carne propia, que la paz era un asunto frágil y extraño, una excepción luminosa, un tesoro que se olvidaba con demasiada ligereza en este terruño, donde muy pocos poseían constancias y memorias del infierno. Porque él, a sus veinte años, había pasado una temporada en el abismo de la guerra. Todavía, a veces, lo acosaban recuerdos de aquellos cuatro años en Dalmacia, cuando hombres, mujeres y niños habían sido masacrados en nombre de rebeliones y estandartes absurdos.

En países lejanos la muerte cosechaba a manos llenas, pero la fortuna todavía mantenía esta costa intacta. La ciudad vivía en su modorra bendita y eso consolaba, cada tanto, a Antonio el pescatero. Y mientras troceaba un atún con mano certera, Antonio impostaba una sonrisa ante su clientela, rumeando su desesperanza en silencio, meditando si la humanidad tenía remedio y preguntándose, por enésima vez en el día, la pregunta que lo rondaba hacía meses: <<¿Alguna vez se acabarán las malditas guerras?>>. Le entregó un trozo de atún a una anciana y recibió unas monedas casi tan gastadas como su propia sonrisa. Y la pregunta continuó enroscada en el fondo de su cráneo, al tiempo en que comenzaba a faenar una docena de lubinas para el dueño de una taberna de moda.

Esa interrogante lo rondó toda la semana y el resto del mes. Esa íntima plegaria por la paz lo obsesionó hasta el final de sus días, al punto en que volvió a la arcilla pidiendo un mundo mejor. Tiempo después cayó el imperio romano; resbalaron siglos arábigos, caballos de Jaume I, Reyes Católicos, repúblicas fallidas y un sanguinario bombardeo aéreo. Todo entre turbias guerras que regaron sucesivamente los huesos de Antonio, pescatero iberorromano enterrado en la tierra anónima, aunque revivido y rematado cada siglo en su cándida pregunta, en la sórdida evidencia de que no tenemos remedio y que llevamos miles de años empeñados en cometer barbaridades.