Opinión

El inventor de la soledad

El escritor Paul Auster.

El escritor Paul Auster. / LAP

Ha querido el destino que la muerte del escritor Paul Auster haya coincidido con el último partido del tenista Rafael Nadal en tierras españolas. Y aunque es más que probable que Nadal participe en dos o tres torneos más antes de su retirada definitiva el homenaje que se le dio en la pista central del Mutua Madrid Open tras caer eliminado fue sin duda la mejor despedida que se le ha podido dar. Echo la vista atrás y me doy de cuenta, con cierta sorpresa, que hay recuerdos que mantengo muy vivos que sin embargo ocurrieron hace veinte o treinta años. No me refiero a la infancia, colocada siempre en el pedestal de los escasos momentos felices que recuerda uno, si no a idas y venidas, a noches interminables, a reproches y a paisajes sobrecogedores. Y junto a todo esto las centenares de lecturas que me acompañan en las librerías que llenas las paredes de mi casa que dejan poco espacio para colocar algún cuadro.

Descubrí a Paul Auster en mi época universitaria, a principio de los 90, mientras me adentraba en la literatura norteamericana cuando tenía poco más de 20 años. Kerouac, Faulkner, Dos Passos, Barry Gifford o Norman Mailer, entre otros, complementaron a un Hemingway omnipresente. Más tarde, por fin, publicarían en España a John Fante. Y entre todos ellos me impactó Paul Auster porque hablaba mi lenguaje y porque sus personajes tenían el tipo de vida que yo quería tener. Vivir en una ciudad de provincias en 1993 ó 1994 no era lo que se dice muy emocionante. A mis hijos les suelo decir que el mejor momento es ahora aunque la música y la literatura, por las que me suelen preguntar, fueran mejores hace cuarenta años, porque el futuro que les aguarda será mucho mejor que el mío. Y además la Facultad de Derecho no era la alegría de la huerta. Pero frente al aburrimiento y la previsible mediocridad de lo que me rodeaba, leer a Paul Auster me recordaba que tal vez yo podía tener razón. Libros como La invención de la soledad (1982) o A salto de mata (1988) me mostraron que había otro camino hacia un futuro cada vez más cercano. Pero sobre todo me convencieron de que otro tipo de vida era posible. Paul Auster hablaba en sus libros de vidas solitarias y de personas que habían elegido no plegarse a normas sociales que trataban de vivir buscando las preguntas: las respuestas eran lo de menos. Y el camino a ello era encontrar mi propia soledad, como los personajes de los libros de Paul Auster. Inventarme una propia en la que la literatura, viajar en solitario y las películas que veía en los cines Astoria, dirigidos por Paco Huesca, fueran el mundo real en el que yo vivía. Las aburridas clases de la facultad, las soporíferas conversaciones de los alumnos y mi novia de entonces recordándome día sí día también mis mediocres calificaciones me fueron apartando de esa vida real que fue haciéndose más pequeña e insignificante frente a esa otra en la que yo quería vivir. Yo era un personaje de un libro de Paul Auster o un protagonista de una película de Kieslowskio o Eric Rhomer, es decir, de libros y películas en las que el azar, los silencios y la búsqueda de un pasado lleno de incógnitas impedían ver el futuro.

Poco después, en 1998, comencé a escribir en Diario Información y a trabajar en lo que fue llegando. Y con el tiempo en buena parte de los periódicos del grupo Prensa Ibérica. Desde A Coruña hasta Tenerife. Las pocas personas que conocía me fueron alejando. Descargar sacos de harina de 25 kilos no estaba bien visto. Me miraban con cierta conmiseración. Sin embargo cuando algún día, por error de alguien, se iniciaba una conversación que tuviera que ver con la literatura o con la Transición en la que yo opinaba y daba datos extraídos de mis lecturas se producía un espeso silencio hasta que se cambiaba de conversación.

A principio de siglo pasé muchas tardes en mi apartamento cercano a la playa viendo en la televisión los partidos de un joven Rafael Nadal al que he visto crecer y que me ha acompañado en los últimos veinte años. Los enfrentamientos de Nadal con jugadores míticos eran como luchas entre dioses del Olimpo. Hoy día, cuando regreso a casa con mis hijos después de que me hayan ganado, una vez más, en nuestro entrenamiento de tenis a pesar de su corta edad, les hablo de aquellas tardes que en mi juventud pasaba leyendo a Auster o Albert Camus mientras preparaba mi viaje a la Capadocia turca para recorrerla en moto y de fondo, en la televisión, se escuchaban los golpes de la raqueta de Nadal. Me miran extasiados como si por un momento también ellos hubiesen formado parte de esa otra vida mía o la hubiesen compartido conmigo pero lo que no saben es que en realidad ellos han sido siempre los verdaderos protagonistas.