Es viernes 28 de septiembre y son las 10 de la mañana. Ahí está él, sentado en su escaño del salón de plenos del Ayuntamiento de Torrevieja, hoy abarrotado de público. En ese instante, se evade, su mente se ausenta y rememora con melancolía su paseo por la ribera del río Nevá, hace a penas unos días, en la avenida Dvortsovaya Naberezhnaya, en San Petersburgo. Caminaba lentamente junto a empresarios de la construcción, agentes inmobiliarios ávidos de negocio y tour operadores distraídos. Mientras, podía observar el Museo del Hermitage y pensó por un momento, en aquel octubre de 1917 cuando, ese hoy museo, era el Palacio de Invierno y en él, Pedro el Grande, el zar, empezaría a gobernar la Rusia imperial y como, los bolcheviques esos, exclamó indignado en su fuero interno, tomaron el edificio de Pedro. Gentuza piensa y casi lo dice en voz alta.

Y es que en Torrevieja también hay comunistas y ¡cómo los odia! Recuerda también como se estremeció al llegar a la conclusión de que él, era igual que Pedro el Grande, tenía la misma visión amplia de la política y quería, como el zar hizo para Rusia, que su ciudad fuera la ventana de Europa, bueno, la ventana de Rusia, había que conformarse, por ahora. Y es que el dinero está aquí, en Rusia. Visitaba la ciudad para eso, para vender viviendas en Torrevieja a los rusos como lo hacía Pedro, no el Grande, el otro, el local, el nuestro, cuando visitaba Fitur en Madrid, junto a los mismos que le estaban acompañando, en la Plaza del Palacio. Le viene a la memoria cuando esbozó una sonrisa sin querer, una sonrisa reflejo, un tic nervioso que protege su inseguridad. Sonrió al intuir que no pasaría nada si llegara a vender alguna de las suyas, de las de su cartera de API Bueno, para eso soy compatible, se argumentó por lo bajo, para justificarse, para autodisculparse, digan lo que digan esos cafres bolcheviques locales.

Le venía a la mente estos recuerdos mientras en la bancada de la oposición estaban poniendo a caer de un burro a los concejales de su gobierno por unas llamadas telefónicas a prostitutas; otras, mucho más románticas, a novias y algún que otro disparate más a cuenta del erario público. Le tocaba ahora a él, dentro de unos pocos minutos, defender lo indefendible y ¿quién va a ser sino él? A su izquierda yacía el alcalde-presidente de la corporación torrevejense que seguía el debate impasible, mudo, como ausente, diría Neruda. Lo tenía en la bancada a su lado, debajo del retrato del monarca y ¡que injusto! ahí debía estar él. Mucha gente se lo había dicho. Empezó su actuación con el gesto grave, erguido como un cirio. Al hablar torcía el cuello para oírse mejor y buscar la mirada de admiración de los suyos.

De vez en cuando ofrecía un ademán de indignación, los ojos clavados en la cámara de la TV local retransmitiendo en directo su brillante argumentación. Se estaba gustando. Colmó de indignidad un debate de por sí vergonzoso pero el sabía que los suyos le necesitaban. Ellos, los suyos, que se refugiaban en el silencio, escondían su vergüenza como podían. El veía en sus miradas como le encomendaban, le suplicaban encarecidamente, la defensa de su inexistente dignidad, la que no eran capaces de defender por ellos mismos. ¡A quién sino se iban a encomendar! Conforme salían las palabras de su boca, conforme las escuchaba, recreándose en ellas y en su vileza, él adivinaba la admiración creciente en los escaños populares. Cuando terminó y pese a los abucheos de las butacas repletas del público, le embargó un sentimiento de satisfacción y su cara estaba iluminada. Se sintió bien. Estaba satisfecho.

Esta escena la imaginé viendo su actuación, el viernes 28 de septiembre, a las diez de la mañana. Fue brillante por indigna, indigna por soberbia y penosa por utilizar, sin ningún tipo de escrúpulos, el sufrimiento y las heridas de personas ausentes, supongo que con consentimiento. Su ambición no tiene límites o los mismos que la indignidad de los que ha defendido durante este debate plenario. Entonces fue cuando me acordé de los zares, del Palacio de Invierno y de Leningrado.