Forman parte del paisaje litoral desde la privilegiada plataforma de un acantilado bajo en el mismo centro de la ciudad. Diez bancos de cemento que se encuentran en la misma orilla del mar, sobre ese emblemático lugar que varias generaciones de torrevejenses y visitantes han incorporado a la toponimia local con el nombre de Las Rocas. Permanecen impasibles a los vientos y al oleaje de temporales y mares gruesas, soportando el embate de las olas con la misma entereza que dan testimonio de historias de amor y desamor. Y deben ser lo único que no ha cambiado en esta Torrevieja de vorágine turística. Si acaso alguna mano de pintura. Tampoco les hace falta mucho más. De la solidez de su construcción a principios del siglo XX dice mucho que no se les conoce desperfecto por fuerte que haya sido un temporal, por intenso que hayan sufrido el azote del agua. Nada que ver con los destrozos en paseos y playas a los que estamos ahora acostumbrados a poco que arrecie el levante.

El cronista oficial de Torrevieja, Francisco Sala Aniorte, sitúa el origen de lo que hoy conocemos como paseo marítimo Juan Aparicio en torno a los años 20 del pasado siglo, durante la alcaldía de Rafael Sala. El paseo llegaría de la mano de la revolución urbana que supuso en esos años la construcción del dique de Levante, obra de ingeniería portuaria que vino a configurar la fachada litoral actual de Torrevieja. Primero se construyó un sencillo rompeolas elevado sobre la recortada costa rocosa que actuara como barrera al oleaje directo y fuera diferenciando una zona que en aquella época ya se urbanizaba con viviendas del tradicional veraneo. Más tarde se vería que aquello era un paseo costero casi natural y como tal se aprovechó.

Samper Fortepiani

Los bancos se incorporarían en los años 30, durante la II República «bajo la alcaldía de Juan Samper Fortepiani», apunta Sala Aniorte, intuyendo con claridad premonitoria que el futuro de la villa iba a estar ligado a unos usos que pasaban por la contemplación y el relax. Eran tiempos de importante obra pública en un espacio, el del barrio de La Punta, que compaginaba las faenas de la pesca con la incipiente urbanización de la mano del puerto. Cerca de donde hoy se erige el monumento al Hombre del Mar todavía se encuentran restos del lugar en el que se situó la maquinaria para las obras del espigón, y una oquedad en la roca viva utilizada para tintar los artes de pesca, ahora empleada como el mejor lugar de baño veraniego. En los 50 y 60 el paseo ya tenía su trazado actual y «los banquicos» eran destino de meriendas y «giras» para los torrevejenses.

Sin competencia aparente pudieron sobrevivir a la voracidad de la gran transformación turística de final de siglo XX que dejó desmanes y algún acierto por toda la ciudad. Hubo más pero fueron 10 los bancos que finalmente se quedaron en el año 2000, como indultados, donde siempre habían estado. Eso fue después de que al paseo de Las Rocas le llegara también la hora de la remodelación, la de Carme Pinós. Alguno sucumbió al hormigón con el que se construyeron las llamadas «piscinas naturales» cerca de la cala del Tintero. Diez siguen en su emplazamiento original en esos 300 metros de modesto pero glorioso acantilado. Solos, de espaldas a la ciudad, ofreciendo sus brazos abiertos como soporte a miles de recuerdos en formato digital. Algunos miran de soslayo lo que sucede detrás.

Los edificios, las terrazas, los camareros que captan clientes, los mimos, la gente que serpentea recorriendo en zig zag el paseo, sin duda el más popular y multitudinario. Pero cualquiera, solo o en compañía, al sentarse en uno de esos bancos y mientras las olas se van quedando a tus pies, podrá sentir la quietud de un paraje solitario. Aunque detrás continúe, incesante, el bullicio de paseantes, bares y cafeterías. Habrán pasado 80 años pero a la gente en Torrevieja le gusta todavía quedar en un banquico de Las Rocas. Como diría la habanera, un lugar para soñar junto al mar.