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Matalino Pusa: El final

Matalino Pusa: El final

Atardecía el martes 19 de junio de 1888 cuando, gracias a una confidencia realizada por una vecina del barrio de Santa Cruz a un guardia de seguridad, se supo que María García, la joven criada del farmacéutico Gadea, aparecida muerta en la Ereta unas horas antes, solía reunirse con su amante en una casa de huéspedes de mala nota situada cerca de la plaza del Carmen.

En realidad, la confidencia era de la propia dueña de la casa de huéspedes, Adela Romero, más conocida como Viuda Adela o Madama Adela, según les dijo en la Inspección de Vigilancia el guardia de seguridad a Pepe Amat y Pepito Carratalá, inspectores a quienes el comisario acababa de encargar la resolución del caso de la criada estrangulada, por estar relacionado, al parecer, con el del robo de varias joyas en tres casas de la ciudad.

Amat y Carratalá se disponían a ir junto con un par de agentes a la casa de huéspedes de la Viuda Adela, cuando otro guardia de vigilancia les avisó de que Félix Laureano, el joven fotógrafo filipino que había sido agredido la mañana del domingo anterior en la calle Toledo y que estaba desde entonces inconsciente en una cama del hospital, acababa de despertarse.

El veterano inspector Amat marchó a la casa de huéspedes, en tanto el joven inspector Carratalá fue al hospital.

LA VIUDA ADELA

La casa de huéspedes de la Viuda Adela ocupaba los pisos primero y segundo de un edificio que había al comienzo de la calle Álvarez, haciendo esquina con la de Santa Lucía. En ella había varios huéspedes fijos y algunos viajeros, todos varones, pero casi la mitad de las habitaciones eran alquiladas por horas a los clientes de las pupilas de la dueña o a amantes que deseaban reunirse en un lugar discreto.

La Viuda Adela hacía años que había cumplido los sesenta, aunque juraba, cada vez que se le preguntaba, que aún no tenía los cincuenta. Era de mediana estatura, algo entrada en carnes, de rostro risueño pero mirada fría, siempre vestida de negro y con el cabello canoso recogido en un moño que, según se decía, no había deshecho desde que le abandonara su último hombre. Con su voz atiplada saludó al inspector Amat y a los dos agentes que le acompañaban.

La reunión entre la Viuda Adela y el inspector Amat se llevó a cabo en la azotea del edificio, sobre la cual empezaban a asomarse las estrellas. Así lo prefirió ella debido al mucho calor que había en el interior de su casa, si bien el policía sospechaba que lo que deseaba realmente era evitar que se cruzaran con algún cliente conocido. Las calles y las casas empezaban a iluminarse con farolas y lámparas de gas y de petróleo.

Adela explicó que, durante las últimas semanas, María García había alquilado varias veces una de sus habitaciones, para reunirse con su amante. La última vez fue dos días antes, en la tarde del domingo. María estaba nerviosa. Ajustó el precio de una noche con ella, pues pensaba quedarse a dormir. El amante llegó anocheciendo. Poco después empezaron a discutir. A él no se le escuchaba, pero María estaba muy alterada y hablaba en voz alta, casi gritando. Al cabo de un rato se callaron.

-No son raras las peleas entre parejas, sabe usted. Luego la reconciliación es más apasionada -dijo Adela con una sonrisa picarona.

-¿Oyó alguien lo que decían? -preguntó el inspector.

-Maldiciones. Muchas maldiciones de ella contra él. Y algo de un gato. Supuse que se refería al gato que él siempre lleva consigo -respondió Adela.

-¿Un gato?

-Sí, uno de esos que parecen leopardos enanos.

Ni Adela ni ninguno de sus clientes o pupilas vio salir a María ni a su pareja.

-Debieron marcharse de madrugada, pensé a la mañana siguiente. No me importó porque me habían pagado por adelantado. Ahora que sé lo de su muerte, me pregunto si a la pobrecita la mataron en el descampado o quizá fue su amante quien la mató aquí, en mi casa, y se llevó el cuerpo a escondidas. ¿Usted lo sabe?

-Aún no lo sabemos con seguridad. ¿Estaba la habitación muy revuelta? ¿Puedo verla? -dijo Amat.

-Ni más ni menos revuelta que de costumbre. La limpiamos como cada mañana. Ahora está ocupada.

-¿Sabe cómo se llama el amante?

-No. Solo le puedo decir que tiene rasgos asiáticos.

Unos minutos más tarde, Amat y sus compañeros salieron de la casa de huéspedes de la Viuda Adela y marcharon hacia la casa en la que vivían Mántuc y Magdalena Pons. Era de noche pero aún persistía el calor. En la mayoría de las calles del barrio de Santa Cruz había vecinos sentados en las puertas de sus casas, charlando u observando a quienes pasaban delante de ellos.

FÉLIX LAUREANO

Mientras Amat se entrevistaba con la Viuda Adela, el inspector Carratalá visitó en el hospital al joven fotógrafo filipino que había sido brutalmente agredido el domingo de madrugada en el barrio de Santa Cruz.

Félix Laureano había nacido en Patnongon, ciudad de la provincia filipina de Antique, el 20 de noviembre de 1866. Tenía, pues, 21 años. Había llegado a Barcelona el año pasado, entrando enseguida a trabajar como aprendiz en el estudio fotográfico de los hermanos Antoni y Laureano Esplugas. Ambos fotógrafos habían visitado anteriormente Alicante en varias ocasiones. Antoni realizó numerosas fotografías de la ciudad en los años 1881 y 1882.

Laureano Esplugas se hallaba en el hospital acompañando a Félix Laureano cuando llegó Carratalá.

Aunque en su memoria estaba muy borroso lo que había sucedido en la mañana del domingo, Félix Laureano sí recordaba que había estado haciendo fotografías en el barrio de Santa Cruz y que había sido atacado repentinamente por un hombre que, al parecer, quería robarle la máquina de fotos. Se resistió y cayó al suelo. Luego perdió el conocimiento. Solo supo decirle al policía un detalle que le sorprendió mucho sobre el agresor: era filipino.

BUSCANDO A MÁNTUC

Carratalá fue deprisa hacia la casa de Magdalena Pons, donde estaba domiciliada la agencia de colocación de sirvientes. Allí se encontró con el inspector Amat y varios agentes de seguridad, que registraban la vivienda con ayuda de linternas portátiles, pues las lámparas que había en el piso dejaban muchos rincones en penumbra. Los muchos gatos que allí había, asustados, se escondían debajo de los muebles o huyeron por las ventanas y el balcón. No hallaron nada que les ayudase a averiguar dónde podía estar Mántuc.

A la mañana siguiente, miércoles 20 de junio, los inspectores Amat y Carratalá fueron al juzgado muy temprano. Allí se enteraron de que el juez había ordenado el día anterior el encarcelamiento provisional de las criadas que habían servido en las casas donde Mántuc, con ayuda de su gato, había robado joyas: la de doña Luisa Pasqual de Bonanza el domingo 3 de junio y la del barón de Finestrat el domingo 10. Ambas jóvenes habían confesado ser cómplices y amantes del filipino.

También había ordenado el juez la noche anterior el encarcelamiento de Magdalena Pons, la dueña de la agencia de colocación de sirvientes que puso a trabajar a las tres criadas cómplices de Mántuc (las dos anteriores y la asesinada María García) en las casas donde se robó. Magdalena se declaró inocente. Manifestó ante el juez que había encargado a Mántuc la gestión de la agencia, del cual sospechaba que mantenía relaciones amorosas con algunas de las chicas que colocaron como criadas, pero que desconocía que también se dedicaba a robar joyas con ayuda de ellas y de su gato.

En los primeros días de septiembre, el juez ordenó la puesta en libertad de Magdalena Pons. Las dos criadas, acusadas de complicidad para el robo, permanecieron en prisión y sin fianza hasta la celebración del juicio.

En enero de 1889, tras vender su casa del barrio de Santa Cruz, Magdalena se fue a Barcelona.

En cuanto a Mántuc, nada se supo de él desde que desapareciera con su gato, Matalino Pusa, el lunes 18 de junio. El juez ordenó su búsqueda y captura por asesinato y robo, se enviaron avisos a los municipios vecinos, se revisaron los listados de viajeros que salieron de la ciudad durante aquellos días en ferrocarril, barcos o diligencias, pero no estaba su nombre ni se encontraron testigos que le hubieran visto.

Los inspectores Pepe Amat y Pepito Carratalá participaron muy activamente durante aquellos días en la búsqueda de Mántuc. Solo una información les pareció relevante: el listado proporcionado por un consignatario acerca de uno de los tres buques que zarparon del puerto alicantino aquel 18 de junio por la tarde. Era propiedad de una naviera estadounidense, tenía como destino Manila, con escalas en diversos puertos españoles y americanos, y en su tripulación había tres malayos y dos filipinos. Ninguno se llamaba Mántuc, pero hubiera sido muy conveniente comprobarlo personalmente, reconocieron ambos policías. Lástima que, cuando obtuvieron esta información, hacía ya cuatro días que el buque se había ido de la ciudad.

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