En la madrugada del sábado 17 de octubre de 1970, el octogenario Trinidad salió de su casa, situada en la calle Villavieja, consternado, en pijama y descalzo, pese a la gran tormenta que estaba inundando las calles de la ciudad. Era una figura alta, delgada y encorvada, de barba entrecana y mirada absorta. Un pensamiento le obsesionaba: rescatar a Eugenia, su nieta de 8 años, que acababa de ser raptada por tres erinias. Se la habían llevado volando por la ventana de la habitación de su casa, en la que dormía.

Alicante contaba con 184.716 habitantes, pero solo él deambulaba a esas horas por las calles anegadas y oscuras. El alumbrado público se había averiado y la tormenta se alejaba, amainando la lluvia y el viento. Pero la avenida de agua circulaba creciente y con fuerza por las calles que desembocaban en el puerto y en la playa del Postiguet.

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE:CLÍO Y EL DILUVIO

A pesar de que la riada era peligrosa en algunos sitios, como al final de la Rambla, Trinidad cruzó la plaza del Mar y anduvo por la Explanada con determinación, llegándole a veces el agua hasta las rodillas y teniendo que sujetarse a cuanto había a su alcance, árboles, bancos, papeleras, para no ser arrastrado por el agua. Iba hacia el sur porque le pareció que en esa dirección se habían llevado a su nietecita.

Trinidad era vagamente consciente de que estaba en medio de un cataclismo, palabra que reconoció muy apropiada puesto que deriva de otra griega que significaba inundación, pero no por ello dejó de avanzar, costeando, pese al intenso frío que empezó a notar por todo su cuerpo. No le importaba el frío ni la lluvia ni la riada. Lo único importante y urgente era encontrar a su nieta cuanto antes y salvarla de las garras de sus raptoras. Era su obligación como responsable de cuanto había ocurrido. Las erinias actuaban por mandato divino cuando se había cometido un crimen contra la familia, y aunque no sabía cuál era la naturaleza del crimen que había motivado este castigo, sabía que él era el responsable. A nadie más que a él debía culparse de esta desgracia.

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE:CLÍO Y EL DILUVIO

Al final del muelle de Poniente, vio una embarcación con forma de cofre gigantesco que daba grandes vaivenes. Una mujer a bordo miraba cómo un hombre desamarraba la maroma del proís. Al ver a Trinidad, ella le gritó:

–¡Venga! ¡Póngase a salvo! ¡Suba!

Trinidad se detuvo a unos veinte metros de la embarcación. Una vez acabó el desamarre, el hombre se dispuso a subir a bordo por una escala que se balanceaba peligrosamente. Pero se volvió para mirarle e invitarle con un gesto de su mano a acompañarle.

El anciano reconoció a Deucalión y a su esposa Pirra, que estaban a punto de refugiarse en su arca para librarse del diluvio.

–Gracias, pero he de buscar a mi nieta –les gritó; y siguió caminando hacia el sur con el agua por encima de los tobillos.

Había dejado de llover, el cielo empezaba a despejarse y Nix, la Noche, se preparaba para parir un nuevo día, cuando Trinidad vio en una playa varios cobertizos que servían de atarazana. Se detuvo para observarlos a unos cincuenta metros de distancia, con ayuda de la luz que le prestaba la luna preñada y reaparecida. Un hombre salió de uno de los cobertizos con una antorcha. Estaba tocado con un turbante y vestía una chilaba. Al verle, se quedó quieto, mirándole, hasta que por fin le saludó alzando una mano y la voz:

–¡Assalamaleikum!

Trinidad respondió levantando una mano. Por primera vez no sabía qué hacer. ¿Debía proseguir hacia el sur? ¿Debía buscar resguardo en aquel sitio? ¿Debía regresar a su casa? Estaba cansado y temblando. Entonces alguien le llamó a su espalda chistándole.

Se volvió y vio en mitad del camino a una muchacha encapuchada que se abrigaba con una especie de capa de color claro y calzaba botas de agua. Le hizo un gesto para que le siguiera.

Trinidad se quedó quieto y le dijo:

–Estoy buscando a mi nieta.

La muchacha respondió:

–No la encontrará si se pone enfermo. Está temblando y se le ve muy cansado. Venga conmigo.

Tras invitarle a seguirla se puso en marcha. A su espalda llevaba una pequeña mochila y una guitarra enfundada.

Trinidad siguió sus pasos, regresando por donde había venido. Confiaba en aquella muchacha porque no le resultaba del todo desconocida. Creía recordarla de haberla visto en algún sitio, en algún momento, acaso en una fotografía o en una pintura. En el horizonte marítimo, Eos abría las puertas del cielo con sus dedos de color de rosa, para que pudiera salir el carro de su hermano Helio.

El Alicante donde vivía Trinidad tenía 78.507 viviendas, pero la ciudad que encontró cuando regresó por el camino, siguiendo a la muchacha encapuchada, tenía muchísimos menos edificios. De hecho, no era más que una aldea. En la falda del Benna Laqanti, en cuya cumbre se veía una alcazaba más pequeña que la que él conocía, había desperdigadas unas pocas decenas de casas.

Cerca de un pequeño barranco Trinidad encontró de repente una torre muy alta que, inexplicablemente, había pasado inadvertida para él hasta entonces. Tenía más de cien metros de alto y estaba coronada por un sol de oro que comenzaba a reflejar la tímida luz de la aurora, como si se preparase para dar la bienvenida al astro en el que su creador se había inspirado. Siguió caminando y dejó atrás la torre, pero, unos pasos más allá, volvió la cabeza para verla porque creía haber reconocido aquella edificación; sin embargo, la torre había desaparecido y en su lugar no había más que un horno de cerámica en ruinas. Sorprendido, se detuvo, recordando aquella antigua advertencia de que el espíritu del hombre está hecho de tal manera que capta mejor lo imaginado que la realidad.

La muchacha le animó a seguir caminando y, al mirarla, vio que se había quitado la capucha. Su larga cabellera de color del trigo, aureolada por el rojo vivo del amanecer al fondo, estaba adornada con una sencilla diadema de hojas de laurel.

–Dime, Clío, ¿cómo puedo encontrar a mi nieta? –preguntó el anciano al reconocer la verdadera identidad de la muchacha.

–Lo averiguarás a su debido tiempo. Pero ahora debes descansar y recuperarte. Así no puedes hacer frente a tu destino –le contestó Clío, antes de proseguir la marcha.

Cuando Trinidad reinició el camino tras los pasos de su guía, vio una columna de gente que se alejaba del núcleo de viviendas, siguiendo un camino que llevaba hacia el interior. Calculó unas tres docenas de personas. Algunas iban subidas en dos carromatos, mientras que la mayoría marchaba a pie. Los seis jinetes eran guerreros. Todos vestían con indumentaria árabe. Cuando se cruzaron con ellos, a Trinidad le pareció que el estandarte que había en el primero de los carromatos era el de la familia Banu Savy. Incluso creyó reconocer subido en el mismo carromato a Mohammed ibn Al-Sayj Al-Aslami, gobernador de Laqant, quien se dirigía apresado junto con su hijo Aslami y el resto de su familia hacia Qurduba, para conocer el castigo que merecía su rebeldía de boca del mismísimo califa Abd Al-Rahman III.

Al volver la vista al frente, Trinidad se dio cuenta de que se había quedado bastante retrasado de Clío, que lo esperaba a unos cuarenta pasos, animándole con su mirada tierna y decidida a seguir caminando. Helio ya había salido del mar y ascendía por el cielo montado en su carro tirado por cuatro corceles, iluminando la tierra con los rayos que desprendía su cabellera de oro. Al llegar cerca de Clío, Trinidad se percató de la aparición repentina de unas murallas que ceñían la medina de Laqant, cuyo nombre no provenía como decía la leyenda de unos amantes desgraciados llamados Alí y Cántara, sino de la antigua ciudad romana de Lucentum, situada en la Albufereta; del mismo modo que Alacant, en valenciano, y Alicante, en castellano, procedían de Al-Laqant.

Antes de llegar a la entrada de la medina almohade pasaron junto a una mezquita que quedaba a la izquierda, la cual tenía unos baños adosados y estaba rodeada por un cementerio y por un zoco en el que decenas de hombres y mujeres vendían los productos de una huerta cercana, así como otros traídos del campo y del mar.

Tras ascender una cuesta empinada, Clío y Trinidad franquearon la puerta principal de la medina, que tenía un arco con inscripciones del Corán. Continuaron por la calle principal, que atravesaba toda la medina y corría paralela a la muralla que lindaba con el mar. Había 400 casas donde vivían 2500 personas, pero Clío no tuvo ninguna dificultad en hallar la que buscaba. Estaba en la misma calle principal y Trinidad calculó que se levantaba en el mismo solar donde muchos siglos después se construiría su propia casa. Un poco más allá estaba la mezquita mayor y el zoco principal.

Ambos se detuvieron frente a un portón cerrado y Clío animó con la mirada al anciano para que llamara usando la aldaba, que tenía forma de lagarto, o mejor aún de lagarta, no en balde el nombre procede de una palabra árabe que tiene ese significado.

Trinidad golpeó la puerta con la pieza de hierro y, mientras esperaba a que la llamada fuera atendida, volvió la mirada agradecido a la muchacha, pero esta había desaparecido. Miró a un lado y a otro de la calle, pero solo vio a varios transeúntes vestidos con ropa árabe.

Se abrió el portón y Trinidad se encontró frente a Bernarda, su sirvienta desde hacía tres décadas. De pronto se sintió desfallecer.

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