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Niños de hoy

El burro cagaduros

Adultos y niños disfrutan de los cuentos

Hace años que cuento cuentos al amor de una farola en La Placeta del pueblo de Beniardà a las diez en punto de la noche. Siempre tres cuentos. Siempre los ojos ávidos de los niños. Siempre las ganas de más. Y siempre el miedo, la emoción, el imaginar o el soñar en voz alta.

Los niños a los que dedico mis relatos son de edades variadas, desde los tres o cuatro años, hasta los once o los doce. Antes, de vez en cuando, acudían algunos de catorce o quince años, o se acercaban otros aún más mayores a recordar viejos tiempos, como aquellas tres amigas de dieciocho años, que quisieron despedirse de su niñez gastando emociones y añoranzas cuenteras. O aquel chico de veintiuno, que quiso enseñarle a su novia «El cuentacuentos», y llegó a La Placeta con su moto roja y su linda chica con la melena al viento.

Pero últimamente los niños dejan de escuchar historias mucho antes. Parece que no se creen las fantasías, aunque sean tan imprescindibles para su imaginario como los juegos. O bien necesitan fantasías de un calibre más tecnológico, o más impresionante. Les cuesta dejarse ir entre hadas y brujas, eso parece que se les queda pequeño. Las pantallas han ido ganando terreno y se podría decir que han secuestrado la capacidad de asombro y de ensueño de nuestros niños.

En los ratos de contar suele haber también adultos: padres, madres o abuelos, que vienen a traer a sus niños y se acomodan a escuchar y participar. En una ocasión vino un padre joven, que en su niñez había sido un asiduo y apasionado asistente a los cuentos. Traía de la mano a su hijo de cuatro años y me pidió que esa noche contara el cuento que él prefería cuando era pequeño: «El burro cagaduros». Le hacía ilusión que su hijo lo conociera, así que ese día el cuento fue disfrutado especialmente por ellos dos, que fueron alternando las caras de atención, de sorpresa y de guasa. De hecho, desde el puro principio, las ruidosas carcajadas del padre nos contagiaron a todos.

«El burro cagaduros» es un cuento que he contado infinidad de veces, porque es transgresor, sorprendente, escatológico y bastante gracioso. El relato habla, entre otras cosas, de cómo conseguir, a cambio de un poco de trabajo y un mucho de fantasía, tres asuntos necesarios en la vida de las personas: dinero, comida y seguridad. Así que cuando en mi clase había algún momento de preocupación, cansancio o tristeza, sacaba a pasear «El Burro cagaduros», y las penas desaparecían sin sentir.

Curiosamente a los adultos les gustaba el cuento tanto como a los pequeños. Es tan atractivo tener hambre y con solo pronunciar las palabras mágicas: «¡Mesita, compónte!», conseguir una mesa con nuestros manjares predilectos y adecuada a la cantidad de comensales. O sufrir un ataque y con solo decir: «¡Palo, sal del saco!», lograr un justiciero palo que nos defienda con calor y nos devuelva la seguridad. Y no digamos nada si lo que necesitamos es dinero y con solo decir: «¡Burro, caga duros!», un gentil burrito nos facilita los duros que le estamos pidiendo.

Resolver los deseos y las necesidades con unos objetos de cualidades maravillosas y con unas palabras de mágicas resonancias es uno de esos anhelos que todos hemos tenido siempre. Soñar, desear y obtener resultados inmediatos… ¡quién tuviera esa suerte! Imaginarse en la situación de los protagonistas del cuento es como caminar por el filo que separa (o une) la ficción y la realidad. Es como crear nuevas ocasiones de vivir lo hermoso y lo verdadero, lo dudoso y lo secreto, lo ilusorio y lo contante y sonante. Y en el entretanto, sentirse otro, sentirse diferente, sentirse libre.

Estos días he estado leyendo «La frontera indómita» de la escritora Graciela Montes, y me he encontrado con que ella también conoce de cerca a «El burro cagaduros». ¡Menuda sorpresa! Así habla la autora de esta historia: «No era el único cuento, por supuesto, pero era uno de mis favoritos. Lo debo haber pedido y escuchado cientos de veces entre los cinco y los siete años. Estaba para mí cargado de audacia. En primer lugar de audacia en el imaginario, porque, con palabras nada más, con aire que salía de la boca de mi abuela, se construía algo inesperado, algo que no formaba parte del mundo de las cosas naturales (y hasta un burro que se saltaba las reglas fisiológicas). En segundo lugar tenía gran cantidad de audacia social, hasta de rebeldía, porque mi abuela, que no me permitía decir palabras inconvenientes, incluía en el cuento una fórmula mágica llena de picardía: ‘¡Burro, caga duros!’, para mi gran deleite y satisfacción».

Y es que los cuentos nos permiten recorrer los sabios caminos del lenguaje, las costumbres, los sentimientos y los relatos de vida de otras personas y nos llevan a entender la realidad, despacito y bien protegidos por los cómodos cojines de la ficción. Si pudiéramos hacer durar las incursiones de los niños en el mundo de la fantasía, tendrían la posibilidad de atravesarlo sin abandonar la sorpresa y el misterio que los cuentos regalan, y además, podrían tomar datos de las chispeantes experiencias de otros para enriquecer sus propios comportamientos.

¡No dejemos de contar cuentos a los niños! Las películas o las grabaciones no los sustituyen. Los cuentos aportan vida, experiencia, diversión y hasta miedos a dominar, todo ello absolutamente imprescindible para crecer.

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