Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Delirios y pesadillas

Xenoglosia..Pentecostés, óleo sobre lienzo, El Greco. Museo del Prado

IBIZA, OCTUBRE DE 1968

Despacio para no asustar al animal y evitar hacerse más daño en el pie descalzo, Patrick anduvo durante un buen rato persiguiendo a Rockefeller. Encontró la sandalia que había perdido cerca de donde estaba detenido el asno, se la puso. Consiguió hacerse con él y buscó en las alforjas. Encontró en su mochila la flauta, una cantimplora con agua, un chusco de pan duro y, lo que le pareció más interesante, un mapa arrugado de la isla. Bebió agua, mordió un trozo de pan y estiró el mapa. Observó varias veces a su alrededor, hasta saber en qué parte de la isla se encontraba.

–Vamos, Rockefeller –dijo cogiendo las riendas del burro y guiándolo tras de sí hasta el acantilado. Comprobó que se hallaba en uno de los cabos más meridionales de Ibiza, el Llentrisca según el mapa, al sudoeste de la isla. El mar se extendía delante de él y a su derecha. El islote que veía al oeste debía ser Vedrá y la isla, al sudeste, Formentera. El sol empezaba su declive hacia donde se divisaba, en lontananza, la costa levantina de la Península Ibérica. Ese mismo rumbo parecía llevar el barco que cruzaba el mar y que debía de haber zarpado pocos minutos antes del puerto ibicenco. Destino contrario tenía el avión que se acercaba a la isla como un pájaro de alas plateadas, descendiendo lentamente desde un cielo cada vez menos nublado. ¿Era posible haber llegado en el burro?, se preguntó volviendo la cabeza para mirar a Rockefeller. No recordaba su salida de Can Roig. Mirando el mapa otra vez, calculó que debían estar a unas diecinueve o veinte millas de San Lorenzo. ¿Cuánto tiempo habría tardado?... ¿Por qué se había marchado de la comuna…? Como hacía semanas que le daba vueltas a la cabeza con la idea de viajar a la India, era posible que saliera de San Lorenzo para coger un avión o un barco hasta Mallorca. ¿Pero subido en un asno?... Sonrió. Estaba claro que había vuelto a tomar ácido… y, por lo visto, una dosis considerable… Sí, ahora empezaba a recordar…, por lo menos cuatrocientos microgramos que contenían esas tabletas. También recordaba el motivo por el que había decidido volver a tomar LSD… Tenía un nombre; mejor dicho, un apodo: Third-eye.

Islote Es Vedrà. información

Su mente evocó la imagen de la chica de trenzas rubias y ojos azules, de labios sabor a canela, flequillo dorado que cubría la frente para ocultar un lunar enigmático… Una oleada melancólica borró de pronto la imagen de su mente, como recurso para evitar un colapso.

–No puedo llevarte conmigo a la India, amigo Rockefeller. Lo mejor será que te devuelva a la comuna. Pero antes tendrás que ayudarme a buscar mis gafas.

«Third-eye»

Patrick Aldany arribó al puerto de Ibiza en la mañana del viernes 3 de mayo de 1968. En autoestop llegó hasta San Lorenzo de Balafi. Vestía el dhoti, la prenda masculina típica de la India, sobre un kurta regalado por Alice. Cargaba su vieja y pesada mochila.

DELIRIOS Y PESADILLAS

Llegó a Can Roig. Allí lo recibieron David y Nathalie con alegría por verlo y con ganas por compartir con él la finca que habían arrendado.

Pronto se acostumbró a la vida en aquel lugar. Se dedicó con afán a labrar el huerto y a cuidar del jardín de plantas aromáticas, se sentía bien.

La vida en la pequeña comuna que habían formado transcurría en calma, sin añoranzas ni temores…, hasta que un día de julio aparecieron en Can Roig aquellas dos chicas españolas que, unos días antes, David y él vieron cerca de la iglesia. Les traían pilas de parte del dueño de la finca, pero era evidente que se trataba de una excusa, porque en ellas había una atrayente curiosidad. Curiosidad que mostraron con la mirada y gestos que las delataron en sus deseos por conocer y descubrir. La rubia se llamaba Anamari, la otra morena… su nombre no lo recordaba. Volvieron más veces y, poco a poco, fueron tomando confianza. David, tan amante de los apodos, las llamó Third-eye y Whirlwind. Anamari era Third-eye por el lunar que tenía en la frente, semejante al tercer ojo que, según los lamas, servía para ver el aura de las personas, como contaba Lobsang Rampa en The third eye.

Pronto las chicas se amoldaron al modo de vida jipi. Ayudaban en las tareas comunitarias y fueron iniciándose en los alucinógenos.

Third-eye y Patrick intimaron conforme iban conociéndose. Él no sabía español ni ella inglés, pero el lenguaje gestual de la atracción y las miradas bastaron para que sus mentes conectaran, se comunicaran.

Un día de julio, en pleno viaje, con pupilas dilatadas vibraron juntos, sintieron escalofríos, sudores, emociones relacionadas con la intensidad del delirio, del placer, de la pasión. Fue el mejor sexo que Patrick había tenido nunca, incluso mejor que con Alice y su técnica tántrica.

La comuna fue creciendo, llegaron otras personas a lo largo del verano, pero Patrick sólo tenía ojos, boca, manos y alma para Third-eye. ¿Era egoísta? Sólo procuraba estar más tiempo con ella, se justificaba.

Cuando Third-eye entraba en la comuna, el sol brillaba más, las noches eran mágicas, las flores olían mejor, el calor no importaba. Juntos cultivaban el huerto, tendían la colada, vendían sus productos por los pueblos en la furgoneta… Eran cuerpo y alma. Incluso sus espíritus se reconocían y se fundían en aquella realidad psicodélica cuando tomaban ácido. Experimentaban las mismas visiones como si estuvieran unidos por un vínculo cósmico.

Pero Third-eye no volvió a ser Anamari el día que regresó con sus padres. Can Roig perdió de repente todo el encanto para Patrick, que dejó de ser él mismo. Recurrió al ácido en dosis generosa y de lo último que se acordaba era de estar envuelto en la melancolía, tumbado en el jardín, mientras anochecía.

La llamada

Encontró sus gafas y, al cogerlas, salieron volando, agitando las lentes como las alas de una mariposa. Divertido, la persiguió.

Oscurecía y el viento, azul y agrio, provenía de un crepúsculo áspero. El sol se acostaba en espiral, entre bosques de amapolas que corrían sobre un mar enfurruñado, quebrado por infinidad de rombos alados. Y desde el final del mundo llegaba el sonido de una música verde con sabor a fresa, mezcla de flauta y azúcar. Vio alejarse a la mariposa en que se había convertido sus lentes, sobrevolando el mar y buscando la luz agónica del ocaso. Avanzó en la misma dirección, resignado a su pérdida pero extasiado ante la contemplación de tanta belleza.

De repente, oscuridad y silencio, solo tinieblas. Vio que se encendía un punto blanco y volvía a escuchar aquella voz de mujer, imploradora, insistente, que le pedía auxilio, que le atraía con la misma fuerza con que un agujero negro absorbe la luz. Sólo que no era negro, sino blanco y cada vez brillaba más, y no era un agujero sino una esfera deslumbrante, creciente, de cuyo interior provenía aquella voz que tanta angustia le procuraba. «¡Ven! –le llamaba– ¡Ven, libérame!». Y Patrick no pudo resistirse ante la insólita potencia de aquella llamada. Se lanzó al vacío para volar y liberar al ser atrapado.

ALICANTE, NOVIEMBRE DE 2011

El doctor Ríos estaba tan confundido como yo. Me hacía las preguntas en un tono escéptico, pero en su mirada veía una excitación tan difícil de disimular como de definir.

–Entonces, ¿está segura de que su madre nunca le contó la relación que mantuvo aquel verano del 68 con su padre?

–Apenas nos habló de él a mi hermana y a mí, solo sabemos que era estadounidense, jipi y que se llamaba Patrick. Nada más. Ni ella ni nadie nos contaron la relación que tuvieron. Mi madre incluso creía que él había regresado a Estados Unidos…

–Sería interesante que pudiéramos contrastar la veracidad de lo que ha visto en esta regresión, Patricia… Quizá su madre…

–Mi madre falleció hace once años.

El hipnólogo hizo una mueca de contrariedad. Seguía sentado en la silla y había hecho que la lámpara iluminara la habitación con mayor intensidad. Yo estaba frente a él, incorporada en la camilla, recuperada de la sesión pero un poco aturdida.

–Nunca… Nunca antes me había encontrado con algo semejante. Desde luego he oído y leído experiencias, pero… Esto se sale de los esquemas de la ciencia académica… –Con la mirada perdida en el suelo, como si buscara una explicación escrita en el parqué, parecía estar hablando consigo mismo. Sus ojos verdes volvieron a mirarme mientras decía–: En cierta ocasión un paciente mío llegó a tener una regresión hasta el día de su nacimiento. Y sé de varios colegas que han conseguido regresiones de pacientes suyos hasta estadios prenatales o intra-uterinos, pero esto…

–Va más allá de mi propia concepción –susurré, abrumada por el significado de aquella conclusión.

Joan Ríos negó con la cabeza.

–Hay mucho escrito sobre percepciones extrasensoriales producidas durante la hipnosis regresiva, como la telepatía, la predicción, la xenoglosia, el recuerdo de supuestas vidas pasadas… Pero…

–¿Qué es eso de la xenoglosia?

–El don de la palabra. La capacidad sobrenatural de hablar lenguas, tal como les ocurrió a los apóstoles en Pentecostés…

–Ah, sí.

–Sólo que no conozco ningún caso en el que se haya comprobado científicamente que lo que habló aquel paciente fuera realmente un idioma desconocido por él. Suele ser un lenguaje inventado, ininteligible; lo que en psicología llamamos glosolalia.

–Supongo que se dará en casos en los que el paciente recuerda vidas anteriores, en otras reencarnaciones.

–Eso es. Quienes creen en las percepciones extrasensoriales opinan que la mente, durante la hipnosis, rompe los esquemas de lo que se conoce como psicología científica y puede actuar bajo unos parámetros diferentes de los que comúnmente entendemos como espacio-tiempo.

–Por lo que deduzco, tal vez piensa que todo lo que he creído recordar en esta regresión no ha sido más que mi imaginación.

Levantó levemente las manos en un claro gesto de petición de calma y en seguida me llegó una ligera y agradable oleada de miel y limón.

–Tiene razón, no creo en esos fenómenos extrasensoriales. Pero fíjese en esto…

Tecleó en el portátil y pocos segundos después apareció mi imagen en la pantalla. Estaba tumbada en la camilla con los ojos abiertos, pero se advertía que estaba en trance. A mi lado, el doctor Ríos, sentado en la misma silla. A pesar de la penumbra en la que estaba sumida la habitación, la calidad de la imagen era buena.

–Es la sesión de hoy –deduje por el vestido que llevaba puesto. En mi primera visita a la Clínica Psicológica Hipnos vestía un traje chaqueta.

–Sí. Fíjese…

De repente, el lunar que tengo en la frente lanzó un brillo fugaz y rojizo.

–¿Qué ha sido eso? –pregunté, sorprendida.

–No lo sé. Pero se repite más adelante, por lo que no creo que sea casual.

Efectivamente, tras adelantar la grabación unos minutos, volvió a suceder lo mismo: De improviso, mi lunar brilló durante un segundo, a semejanza de una pequeña bombilla navideña que se fundiera nada más encenderla.

–¿Y en la sesión anterior…?

El hipnólogo negó con la cabeza.

Aquella noche del 17 al 18 de noviembre de 2011 volví a sufrir un episodio de terror nocturno. Me desperté mientras intentaba salir de mi casa por la puerta del salón que da al jardín. Afortunadamente, como cada noche, había cerrado la verja corredera antes de acostarme. Estaba llorando y había vuelto a soñar con esa imagen y esa voz que me llamaba; la misma imagen esférica y la misma voz de mujer que había «recordado» en mi última regresión y con las que se suponía que habían soñado mis padres.

Echaba de menos a mi madre. Si ella viviera estaría a mi lado, consolándome. Además, podría confirmarme si lo que creía haber recordado en la última sesión de hipnoterapia era cierto o no. Y si era así, ¿sabía que Patrick se había despeñado por un acantilado al sur de Ibiza?

www.gerardomunoz.com

Compartir el artículo

stats