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Momentos de Alicante

La mujer hindú

La mujer hindú

LAQANT, SEPTIEMBRE-OCTUBRE DE 1050Shakira y Yusuf

Que Dios sea contigo, mi señor –saludó al abrir los párpados, dejando ver unos ojos que parecían no tener pupilas.

–También esté contigo –respondió Yusuf descendiendo los tres escalones que llevaban al suelo del semisótano. Puso la mirada en aquellos ojos de un blanco reluciente que parecían brillar como libélulas por la ceguera progresiva que padecía Shakira desde hacía un año. Ningún médico, ni el eminente Ibn Zuhr, supo explicar de qué enfermedad se trataba.

La Medina Laqant del siglo VIII en el monte Benacantil y su ladera GOOGLE MAPS

–Traigo buenas noticias. El marido de Assma ha consentido que tu hija Aixa se case con uno de sus criados, un liberto. Parece que es un buen hombre, está contenta.

No respondió. Por un momento, a Yusuf le pareció vislumbrar una fugaz expresión de pena en su sereno semblante. Comprendió que su aflicción no se debía tanto a la añoranza por la ausencia de su hija como a la de su hijo, el pequeño Omar. Él también sintió una punzada en el corazón.

Siete años tardó Shakira en darle un hijo. Había llegado a la triste conclusión de que Dios no quería bendecir aquella unión por no fiarse de la sincera conversión de ella al Islam, pero quedó embarazada. La alegría fue enorme cuando parió a un varón sano, pero solo vivió unos meses; el pequeño falleció de repente una tarde mientras dormía. Acuciada por la ceguera, la ausencia de su hija y por tan trágica pérdida, Shakira decidió retirarse al lugar más alejado de la casa, el lúgubre escondrijo donde se hallaba.

–¿Estás bien, mi señor?

Reconoció preocupación en su ceño fruncido. Sus ojos blancos le miraron con desazón, como si vieran con todo detalle.

–Estoy cansado –admitió al tiempo que retrocedía levemente, tal vez intimidado por el modo como parecía observarle.

–Cuídate.

–Lo haré –dijo desde la puerta– ¿Necesitas algo?

–No, mi señor.

–Queda en paz.

Sakari

Se enteró de la muerte de Yusuf por Malika. Cada mañana, la anciana esclava entraba en su refugio portando un candil encendido, un trozo duro de almojábana y una taza con talvina. Antes de oír la voz sabía quién entraba. No distinguía su cuerpo encorvado, pero gracias a la oscuridad que reinaba en el improvisado aposento, reconoció el tenue resplandor verde oscuro que la envolvía.

–El amo ha muerto esta noche mientras dormía.

No dijo más, se quedó quieta esperando una reacción. Sakari se sintió observada, pero no preguntó ni hizo gesto alguno, ni un suspiro se le escapó. La mancha verde salió del refugio. Mientras se iba, recordó cuando la conoció al llegar por primera vez a la casa. Un círculo de luz verde oscuro envolvía siempre a Malika. Por aquella tonalidad dedujo sus celos y la sospecha de que ella, siendo la nueva esclava, iba a ser la favorita del amo. Con el paso del tiempo se trocó en recelo y envidia.

De nuevo sola y sin moverse de la alfombrilla sobre la que se sentaba, la invadió un sentimiento de pena y soledad. Aunque lo esperaba, le sorprendió la rapidez del fallecimiento de su señor. La tarde anterior, cuando lo vio por última vez, notó con tristeza cómo el halo que le rodeaba casi había desaparecido, una evidencia de que su atman se preparaba para abandonar su cuerpo. Siempre había conocido a aquel hombre bueno y sabio rodeado de un halo azul brillante, claro a veces, turquesa en algún momento.

A la tristeza le acompañaron los recuerdos de buenos momentos compartidos, que fueron muchos. La manera amable y respetuosa como Yusuf las había tratado a ella y a su hija desde que las compró, el cariño demostrado, el sosiego que infundía aunque a veces tuviera que mostrarse disgustado (nunca enfurecido), como cuando intervenía para poner fin a las asechanzas con que sus esposas querían dañarla a ella o a su hija.

La llegada a Laqant para Sakari no fue fácil. Tuvo que aprender a desenvolverse en árabe, aceptar los principales preceptos coránicos y adaptarse a las costumbres musulmanas. En su país la mujer era considerada inferior al hombre, pero el recato de la musulmana era mucho más estricto; su rostro, desde la pubertad, debía de estar cubierto en público por un velo; la esposa estaba obligada a mostrar respeto y sumisión a su marido caminando unos pasos detrás de él y sentándose siempre a su izquierda. Asentadas en casa de Yusuf, madre e hija aprendieron el dialecto andalusí y a convivir con las demás mujeres, aunque la mayoría las detestaban.

Cuando su tío Jayin, un yogui de gran prestigio, la aceptara de manera extraordinaria como alumna siendo niña, descubrió la maravillosa existencia de las auras. Al principio no eran más que círculos de luz difusa que vislumbraba alrededor de algunas personas y en determinadas circunstancias. Para entonces ya había comprobado una de las verdades que le había descubierto su tío: su atman, la parte del Todo que tenía en su corazón, era mucho más veloz que su pensamiento. Con el paso del tiempo y el perfeccionamiento de la meditación, logró valuar las aureolas en situaciones menos propicias. A medida que perdía visión, paradójicamente comenzó a verlas con mayor definición.

Hacía un año que la vista de Sakari empeoraba, en cambio las aureolas aumentaban su resplandor en todos los colores, quietas o en movimiento, opacas o relucientes, bellas y feas. Así reconocía la identidad, el estado de ánimo y hasta el alma de cada una de las personas que la rodeaban. De este modo, Hassan, el esclavo de confianza de Yusuf, al que conociera en Damasco bordeado de un ligero halo amarillo rojizo, fue perdiendo la timidez pasando al carmesí y a un elevado escarlata. Aquel cuarentón de rasgos abruptos y callado empezó a mirarla con brillo lujurioso y a espiarla en la casa dominado por los deseos más bajos.

Faruk, el otro esclavo, que olía permanentemente a sudor, orina y ajo, poseía también un aura de un intenso carmesí mezclado con negro. De conducta acuchillada, reprimía mejor que su compañero los instintos de los que era prisionero.

Egoísta y codiciosa, Fatima, la primera esposa de Yusuf, su aura oscilaba entre el rojo oscuro y el rojo nebuloso. Jalila, la segunda esposa, de cuerpo flaco y faz angulosa, su aura era gris opaco, reflejo de frialdad y rudeza. Aunque habían aprendido a soportarse, las pocas veces que discutían (a espaldas de su esposo) el aire en el harén a menudo se caldeaba como un horno. Amina, la menor de las esposas, más pacífica, laboriosa y diestra para las tareas culinarias, tenía un aura que vacilaba entre el amarillo intenso y el marrón oro, dependiendo de las circunstancias.

Aunque lo era, Assma no parecía hija de Fatima. El halo que desprendía su cuerpo era rojo claro. El día que partió hacia Daniya, rebosante de ilusión, con su hija Aixa, se despidió de Sakari envuelta en un brillante círculo rojo.

A partir de un momento indeterminado, cuando aquella extraña enfermedad llevaba meses cegándola, los discos y círculos luminosos que vagaban por la casa, uniéndose y separándose, eran casi lo único que Sakari percibía y distinguía.

Uno de aquellos círculos luminosos era el de Ambika, que paulatinamente fue cambiando de amarillo claro hacia el dorado y brillante. A pesar de que en público la llamaba Aixa, a solas siguió llamando a su hija por su nombre hindú, Ambika. De igual forma que ella atendía ante los demás al nombre de Shakira, se reconocía solo con el de siempre: Sakari, porque en secreto continuó instruyendo a su hija en la fe verdadera.

–La certeza-fe hace posible lo imposible –le había repetido mientras iban al lavadero, o tendían la ropa en la azotea, o se hallaban acostadas de noche y Malika roncaba en el otro extremo de la habitación–. La fe te llevará hasta el Infinito, hasta donde no existe el tiempo.

Vivía con el recuerdo de su hijo, que seguía turbándola a pesar de los esfuerzos por mantenerse al margen de manifestaciones que se interponían entre su atman y el Todo. Sabía que aquella tristeza, que el dolor que sentía por su muerte, no era más que un espejismo proporcionado por el maya que la rodeaba. Pero a veces era tan difícil mantenerse distante… Cuando perdió a Omar, su pequeño, de forma tan repentina, sucumbió ante la fuerza de sus sentimientos. A pesar de los esfuerzos y la meditación, no pudo recuperarse, no podía olvidar. No lo haría jamás. Distanciarse no significaba olvidar, ni inhibirse, ni evadirse, ni renunciar. Distanciarse era comprender que los sentimientos, por duros que fueran, no eran más que consecuencias de la ilusión. El distanciamiento era la fuerza resolutiva que trascendía esa manifestación ilusoria y superpuesta sobre la única verdad: el sin-tiempo del Todo, del Infinito.

Decidida a liberar su mente, sentada en la alfombra, Sakari se concentró. Cerró los ojos al tiempo que cruzaba los pies bajo su cuerpo erguido. No se oía nada, su nariz dejó de percibir el olor de la alheña. Pero su mente seguía agitada, asaltada por multitud de recuerdos de Yusuf. «Hoy mismo lo enterrarán –pensó–. Los musulmanes entierran a los muertos antes del anochecer». Su imagen acariciándola en la alcoba la turbó durante un instante. Enseguida se deshizo de aquel recuerdo. Pero le sobrevino el de Ambika:

–Mamá, ¿por qué tenemos las dos este lunar en la frente? –pregunta una Ambika de tres años, mirándola con ojos tan abiertos que en su interior parecían brillar dos lunas negras.

–Porque las dos hemos sido bendecidas por los dioses. Son nuestros bindis, donde reside nuestra energía más importante. Con el tiempo, si aprendes a usar esa energía, podrás ver las tres divisiones del pasado, presente y futuro. Son como un tercer ojo.

–¡Ah! ¿Y tú ves lo que va a pasar?

–Todavía no, cariño. No he aprendido lo suficiente.

Sin solución de continuidad, a este recuerdo le sigue otro. Llevan pocos días en Laqant y Ambika está mirando atentamente la vasija de terracota que ella le está señalando:

–Nuestros ojos ven esto con la forma de una vasija. Pero esta forma es solo temporal. La vasija en realidad no es más que arcilla. Lo era antes y lo seguirá siendo después de que deje de tener esta forma. ¿Comprendes?

Ambika afirma con la cabeza sin apartar la mirada del objeto.

–Como esta vasija, nosotras también tenemos una forma temporal. Cuando muramos volveremos a ser como antes de nacer.

–¿Y cómo seremos entonces?

–Como el Universo.

Sakari consiguió desprender de su memoria estos recuerdos y penetrar en la siguiente fase de meditación. Dominados los sentidos, apartado todo resquicio, se dispuso a domeñar el flujo de sus pensamientos. Mientras abría los brazos lentamente, emitió la sílaba sagrada, un sonido vibrante que nacía más cerca de su corazón que de la garganta y cuya resonancia la guiaría hasta más allá de la conciencia. Como una cadena discontinua, entre las ideas que formaban el pensamiento que aún ocupaba su mente había vacíos. El objetivo era conquistar uno de ellos. Intentó concentrarse, moderando la velocidad con que se sucedían las ideas. Se fijó en uno y trató de detener la cadena del pensamiento. Pero en ese preciso momento la asaltó de improviso y desde el subconsciente una imagen inesperada que la desconcentró.

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