Entre milagros y sueños

El fenómeno es una realidad festiva esquiva y contradictoria: sin fiesta no hay religión popular, signifique lo que signifique

Semana Santa en Cartagena en 2018

Semana Santa en Cartagena en 2018

Manuel Alcaraz

Manuel Alcaraz

Mientras surcaba el Mediterráneo, el miércoles 18 de enero de 1606, la nave «Santa María de Montnegre» (o de Montenero) se vio azotada por un temporal en las proximidades de la costa de Cerdeña. Los aterrorizados pasajeros hicieron promesa de regalar el Cristo articulado que transportaba el navío en una caja, al primer templo que encontraran en tierra si se salvaban. Y se salvaron. Es el «simulacro de Cristo» en torno al que giran muchos rituales de la Semana Santa de l’Alguer, donde, dicen, «fue regalo de Dios y del mar». El barco había salido de Alicante, por eso también se le ha llamado «el Cristo de Alicante», el «Crist d’Alacant» en esa ciudad sarda que conserva el catalán como seña de identidad; también es común denominarle «Cristo de la Misericordia». ¿Sucedería hoy algo similar? Casi seguro que no, entre otras cosas porque los barcos no suelen transportar «simulacros de Cristo» y porque la fe o la descreencia andan otros caminos, otras estelas en la mar. Pero lo cierto es que la lectura que se hizo en aquella época y que sigue alimentando la Semana Santa de hoy es un buen ejemplo de cómo esta celebración es algo vivo, abierto tanto a la costumbre como a la mudanza. 

Si en Cádiz hay una imagen querida es el «Nazareno de Santa María», el «Greñúo», por buen o mal nombre popular, obra de finales del siglo XVI de Andrés de Castillejos. En 1681 la peste azotaba la ciudad, siendo inútiles los remedios de la precaria medicina de la época. Quedaba la intervención divina. Y por ver con sus divinos ojos lo que acontecía o como señal para la fe, el Nazareno fue visto paseándose por un lúgubre hospital gaditano, cruz a cuestas, la noche del 22 de julio. Para más verosimilitud, una monja le reconoció descendiendo del altar de la capilla del convento donde se daba culto a la talla; y varias personas dieron fe de su tránsito por la calle, entre convento y hospital, y luego en otros hospitales. Muchos dijeron que iba con una mujer identificada como María Magdalena. Hasta entonces ésta no le acompañaba en su paso, pero ese mismo año se incorporó su imagen, originariamente de La Roldana. Y es que ese día de enfermedad y maravilla era la festividad de la Magdalena. La peste cesó. Faltaría más. El Nazareno es Regidor Perpetuo y Medalla de Oro de la ciudad. De los cientos de momentos que he vivido en decenas de Semanas Santas, el que más me ha emocionado fue aquel en que esta imagen regresaba al templo después de recorrer el centro de Cádiz. La voz del capataz, al dirigir una levantá que enfilaba la callejuela por la que se adentraba en la barriada, gritó: «¡Vamos, que el barrio le está esperando!». Esa alusión a la orfandad de referente simbólico en que había quedado su gente más directa durante unas horas, anudada a un sueño o a una lejana invención milagrosa, desborda toda ortodoxia.

Se dice que Araujo, conocido futbolista, pidió al Jesús del Gran Poder, por el que sentía especialísima devoción, que sanara a un hijo, gravemente enfermo. O Dios se distrajo o la talla no pudo. Pero el caso es que, según se dijo, la criatura murió. Araujo, contrito y furioso, se encaró al Nazareno de San Lorenzo y le gritó que no volvería a verle, que si quería, que fuera Él a visitarle. Lo que sucedió. Por supuesto. Y es que, andados los años -pocos-, Araujo, retirado de los campos de fútbol, abrió un taller mecánico -¡qué tiempos!: hoy los deportistas consideran que el gran poder es el de los petrodólares-. Y en esas que en el barrio en que tenía su taller acudió la Hermandad del Gran Poder a una «Misión»… y una enorme lluvia, enemiga natural de la Semana Santa, obligó a la comitiva a resguardarse. ¿Pero dónde? Unos golpes escuchó Araujo en la puerta… abrió y allí estaba el Jesús del Gran Poder. Se cumplía la profecía tácita en su desafío a Dios. Lástima que la historia no sea cierta. Bueno, lástima no, porque se sabe que no murió ningún hijo de Araujo. Tampoco hay noticia cierta de que el gran nazareno llamara a la puerta del taller. Algunos aún salvan algo: en esa suerte de peregrinación urbana al barrio del Nervión, en enero de 1965, la lluvia llegó y se abrió un almacén, quizá del exfutbolista, para acoger a María Santísima del Mayor Dolor y Traspaso, la imagen de palio de la Hermandad. No era extraño: Araujo, que nunca imaginó enfadarse con «su» imagen, era uno de los que llevaban la imagen del Gran Poder ese día. La leyenda, vaya usted a saber por qué, penalizaba a un creyente constante y humilde. 

Si se indaga, seguro que de cada historia se encuentran desmentidos, teñidos diversos, opiniones alternativas: todas serán de similar crédito que las que aquí traigo, pues su riqueza depende de su ambigüedad. Tres historias, tres modelos de acercamiento a un fenómeno absolutamente multifacético. Lo cierto -lo comprobable-, lo improbable, y lo probadamente falso, bailan una danza de equívocos. Si alguien quiere adentrarse en esta realidad prismática, que cultive la capacidad de intentar apreciarla en sus contextos, con la firme voluntad de aceptar la tradición pero sin necesidad alguna de recrearse en el tópico. De hecho el tópico, la visión folklorizante, seguramente es la más reciente, producto para gacetilleros desocupados y guías turísticos apremiados por los visitantes. La tradición, en fin, sólo es posible concebirla si ha sido capaz, si es capaz, de abrirse a la novedad. Las tradiciones vivas son tradiciones «inventadas»: tratar de entender las razones del invento y sus formas, de sus adaptaciones, es lo interesante. En los tres ejemplos elegidos, la Semana Santa riñó con la muerte, dio respuesta a la máxima de las necesidades. La Semana Santa, se crea o no en cada milagro, salvó la ilusión, estiró un camino en el tiempo.

Y no es que la Semana Santa sea dada a los grandes milagros. Más bien lo es a prodigios sobre lo humilde, lo que afecta a la cotidianeidad. Una cotidianeidad hecha en mosaico en el que se incrusta ese fenómeno cultural total que hoy contemplamos como una gran estructura, con reclamos para todos los sentidos y exageraciones constantes en pregones y discursos de alcaldes. Ese fenómeno es una realidad festiva esquiva y contradictoria: sin fiesta no hay religión popular -signifique eso lo que signifique-. Y, como toda gran fiesta, busca amoldar a la población a unos patrones de poder -político, económico, religioso-. Pero, a la vez, rompe el orden, establece una normalidad alternativa. Hay bandas en las calles con músicas melodiosas, fuertes, que empujan al cielo a las imágenes y hacen caminar a cargadores, acólitos o penitentes. Pero la música real de la Semana Santa es el ruido, la estridencia cósmica de la muerte de Dios: tambores destemplados, matracas y carracas. Al final todo cabe: síntesis sonora de los pactos interminables para que la Semana Santa fructifique. Y cuando no fue así, languideció, al borde estuvo de la muerte y a muchas cofradías no hubo dios que las salvara.

En su tránsito de siglos, la Semana Santa ha invertido tiempo, lamento e imaginación, sobre todo para rescatarse, para reencontrarse, para regresar a tiempos perdidos de los que muchas veces no se tenía, ni casi se tiene, constancia fehaciente, fuera de adornados u oscuros imaginarios. Pero en ese andar y desandar, la religiosidad ha adoptado formas diversas y hasta paradójicas: representar liturgias de difícil comprensión, incitar a la penitencia, evidenciar los conflictos entre la Iglesia y el poder civil, hacer alarde de los triunfos de la Iglesia y de sus aliados. Pero son tantas las formas de hacerlo, tantas las grietas… En cada pueblo hay una película distinta a partir de un mismo argumento: cuatro guionistas y centenares de actores, de directores improvisados, de vestidores y peluqueros, de censores y de soberbios capillitas y capellanes impenitentes. La Virgen más guapa siempre es la de mi pueblo, o la de mi barrio… pero hay que reconocer que en estas producciones algunas salen mejor que otras. Las cosas como son. Por eso merece la pena viajar para conocerlas.

Semana Santa en Orihuela en 2018

Semana Santa en Orihuela en 2018 / INFORMACIÓN

Nos sorprenderá averiguar que hasta ha habido, y hay, usos alternativos. Hasta la protesta está escondida en algunas tradiciones. Una protesta que se apropia de las imágenes y de los piropos para alzarse como voces de apremio a favor de la justicia, para vindicación del ofendido, del débil; sirva de ejemplo, entre muchas, una saeta:

Cristo de Gracia

te pío que vuelvas la cara atrás

y a los ciegos les des vista

y a los presos libertá.

De una manera más general, otra saeta marca el orgullo del excluido cuando regresa «El Prendimiento», Señor de gitanos, a su templo en Jerez:

Ni el sabio de Salomón

ni los más ricos de Persia

tienen mi ‘satisfación’,

porque al barrio de los gitanos

‘se había venío’ a vivir Dios.

Quizás por ello podemos imaginar, en este juego permanente de contradicciones, la confusión que debió sentir Manuel Vallejo, imponente y progresista cantaor, que saludo la llegada de la República grabando unos «Fandangos Republicanos», cuando los avatares políticos de su época no permitieron la salida del Jesús del Gran Poder: a las dos de la madrugada avanzó solo por la plaza de San Lorenzo para cantar:

Descubrirse hermanos míos,

vamos a hincarnos de rodillas,

que ahí dentro está el Gran Poder,

honra y gloria de Sevilla

que no nos lo dejan ver.

Honra y gloria de Sevilla

¿cuándo te volveré a ver?

Durante décadas, la derecha sevillana explicó que esa retracción -contra la que, al parecer, clamaba Vallejo- se debió a las presiones republicanas contra la Semana Santa. Mucho después, las investigaciones de Isidoro Moreno pudieron demostrar que fue al revés: los que presionaron fueron las derechas, señoritos y nobles cofrades, Don Guidos de ocasión, para que no saliera, para atacar a la República. Contra eso es contra lo que clamaba el cantaor.

Pero, en fin, para saeta «enfadada», tenemos esta que, quieras que no, parece que conseguirá la reconciliación entre bandos: 

Lo coronaron de espinas 

y a poco lo dejan tuerto...

¡Los hijos de la gran puta!

¿No es ‘pa’ cagarse en sus muertos?

La nómina de desencuentros, de altercados, de prohibiciones, la hallamos aquí y allá: en Hellín hubo grandes disturbios en 1929 al intentar un policía restringir el toque de tambores. En la década de 1980 los antidisturbios protegían en Cuenca la procesión de «las Turbas» y el Gobernador Civil recordaba a los cofrades que era él el responsable del orden público… No fue suficiente para detener los excesos. No hace demasiado tiempo, el peso del alcohol, más que el de la fe, hizo que esas Turbas se comportaran como tales, arrojando tambores y palillos al Jesús Nazareno del Salvador -el «Señor de las seis»-, cuando, por causa de la lluvia, debió recogerse antes de tiempo. Al año siguiente no salió la procesión. Desde entonces parece que la cosa se ha calmado. 

Los conflictos entre cofradías por razones protocolarias, de precedencia o de significado, son memorables y en algunos casos forman parte de la teoría misma de la celebración -Cartagena, Lorca, Cabra-. En muchas procesiones podrá observarse que, al principio, camina un penitente con un libro -por lo común bellamente ornado-: son la Reglas de la Hermandad, que se llevaban al cortejo por si había que acreditar la antigüedad, de la que dependía el lugar a ocupar. El Gran Poder y La Macarena, ni más ni menos, sostuvieron una sonora disputa que hunde sus raíces en 1777, acerca de su lugar en la prestigiosa «Madrugá», en la que intervino el mismo arzobispo. La cosa no se arregló del todo hasta la famosa «Concordia» firmada en 1903. Aunque expresamente se indica que no se reconoce el derecho, se instituyó una ceremonia interesante por sus símbolos: unos cofrades del Señor se trasladan unas horas antes de la salida de ambas Hermandades a la Basílica macarena y son consentidos fraternalmente por ésta a salir antes. Luego se abrazan y son acompañados a la Basílica del Gran Poder por los «armaos» macarenos, con sus vistosas plumas blancas. Parece que ahora hay riesgo de que algunas de esas antañonas disputas se reproduzcan en Sevilla por la desmesura de los desfiles, que está obligando a reajustes. Pero creo que hoy las polémicas no se resolverán a golpe de cirio, sino en los despachos y con intercambio de formularios informáticos, como Dios manda.

Y, en fin, son tantas las apelaciones, en textos canónicos, exhortaciones pastorales, homilías o disposiciones legales de antiguos reyes, a que la Semana Santa no debe ser ocasión de pecado que hay que suponer que algo habrá habido. Y casi seguro que hay. En fecha muy temprana encontramos un poema de Juan Álvarez Gato (1445-1511) titulado «Porque el Viernes Santo vido a su amiga hazer los nudos de la Passión en un cordón de seda». Dice así: «Gran belleza poderosa/ a do gracia no esquivó,/destreza no fallesció;/ hermosa, que tan hermosa/ nunca el mundo nasció:/ hoy mirand’os a porfía/ tal passión passé por vos,/ que no escuché la de Dios,/ con la ravia de la mía/. Los nudos qu’en el cordón/ distes vos alegre y leda,/ como nudos de passión,/ vos los distes en la seda,/ yo los di en el coraçón;/ vos distes los nudos tales/ por nombrar a Dios loores,/ yo para nombrar d’amores;/ vos para sanar de males,/ yo para crecer dolores». Esos «nudos de la Pasión» los hacían los fieles siguiendo una práctica similar al Vía Crucis. O sea, que nuestros renacentistas ya usaban de las procesiones para otros menesteres. De esa época existe el testimonio de un homicidio en una procesión… que, por cierto, no se parecían en casi nada a las actuales. 

En algunos lugares se documenta la costumbre de aprovechar el regalo de dulces en procesiones para atraer favores de amor. Así la práctica de los «Nazarenos de la Broma» del siglo XIX en Mula: acabada la procesión, pero ocultos tras el capirote, ofrecían caramelos a las mujeres gritándoles: «¿A que no me conoces?». En Hellín, por la misma época, una usanza semejante degeneraría a la burla de la mujer que hubiera despreciado los requerimientos de un mozo: en el «Juego de las Proposiciones», estos despechados envolvían en primorosos papeles trozos de caña o de patata para entregar a las jóvenes. Las alusiones a que no debe ser compatible el ayuno regulado para estos días con la gula son incontables. Aquí no pudo la Iglesia: el Cielo no podía permitir acabar con la rica gastronomías, con torrijas, sopas de ajo -en mitad de una procesión, al alba, se toman en Zamora- o potajes de bacalao -un «Santo Cristo Potajero» bendice esta maravilla culinaria en La Bañeza desde 1615-.

Acabemos. Más de una vez he dicho -y quizá, ¡oh lástima de memoria!, escrito en papeles como este- que la anécdota que más me ha interesado de las Semanas Santas es aquella en la que dos sevillanos contemplaban la procesión de la Macarena, pero no el paso la Esperanza, sino el del «Señor de la Sentencia». Uno de ellos no acababa de entender el significado de todas las figuras, en concreto el de aquella mujer con expresión lastimera que parece pedir algo a Poncio Pilato y que, según tradición, a partir de textos apócrifos -como el Evangelio de Nicodemo-, es Claudia Prócula, esposa de Pilato. En el Evangelio de Mateo (27, 19) se indica que había tenido un sueño horrible en el que se le había dicho que Jesús era inocente. Pero el otro sevillano sintetizó la cosa exclamando «¡Esa es la desgraciada que casi nos deja sin Semana Santa!». Más popular no puede ser esta religiosidad, o lo que sea. Pero en algún sitio Lutero escribió, a lo gran teólogo, que ese sueño fue idea del Demonio: si Pilato hubiera perdonado, si Jesús no hubiera muerto, y muerto en la cruz, no se hubiera producido la Redención del género humano. Nunca he entendido esto, pero es que la Semana Santa tiene razones que ni la luna llena entiende. Amén y aleluya.