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Contra la emancipación y otros desengaños

El filósofo Antonio Valdecantos ensaya una crítica irónica y rigurosa de la modernidad tardía y sus tópicos

Es una verdad reconocida, al menos desde que Alicia encontró a Humpty Dumpty, que si se quiere conocer el significado de las palabras lo importante es saber quién manda. Para escarnio de la ingenua lógica, el poder soberano decidiría los destinos de la semántica. Pero la ingenuidad parece hoy mudarse de bando, ninguneando al sofista oviforme de Carroll. Y no porque la lingüística haya refutado su sentencia, sino por la naturaleza misma de un poder cuya esencia reside en que no se sepa quién manda. Esta desintegración de la autoridad es inherente a la condición totalitaria de un poder del que no hay quien escape porque nadie parece ostentarlo.

Con La excepción permanente, precedido hace unos meses por El saldo del espíritu, Antonio Valdecantos culmina por el momento su análisis, nada actual, de la actualidad que viene cultivando con excepcional tenacidad filosófica. Su milicia crítica exige zafarse del armazón de keywords con el que se teje la ideología de nuestro tiempo. En la tópica de esta modernidad tardía, conceptos de noble trayectoria como «emancipación», «soberanía», «independencia» o «vida», se han vuelto hitos de la inversión semántica del poder, que es también una inversión de nuestra forma de vivir y pensar (en) el tiempo. La entrecomillable «emancipación» ilustra la torsión conceptual a la que se ha sometido lo que primero fue un acto de liberación del hijo y luego una liberación del adulto con respecto a los lastres de la tradición. Convertida en compulsivo afán por superarse a uno mismo, su sentido es hoy el de una renovación constante que el «súbdito tardomoderno» debe estar dispuesto a seguir en beneficio de su propia realización, que es en realidad la de ese difuso poder, que Valdecantos, atento lector de Richard Sennet, llama «Mercado».

Si en el siglo XIX inspiraba los tumultos urbanos, en el XXI la emancipación se inscribe dentro del «manual de conducta que el perfecto capataz empresarial usará como código del empleado modelo». La experiencia del tiempo que le corresponde es la de una cadena de proyectos siempre dispuestos a su recambio y olvido. El hechizo por el que la trasgresión y el desafío individuales se han tornado atributos del individuo acrítico forma parte de la «excepción permanente» que titula el ensayo. El oxímoron o, más bien, epanortosis, nada tiene que ver con el clásico «estado de excepción» a que recurre el soberano para asegurarse el mando, sino con la subordinación al Mercado de toda potestad política, análoga a su capitulación ante la autoridad militar: un escenario propicio para el maridaje entre la metaforología bélica de la economía y las retóricas vitalistas de la autoayuda.

Tras este estado de excepción, el filósofo advierte la presencia de otro, aún más oscuro y no menos permanente, que Walter Benjamin entrecomilló para designar el sometimiento de quienes sufren la violencia de la historia. Revelar la convergencia entre ambos es un acto de resistencia, para el que Valdecantos invoca la ironía como la mejor arma contra «lo que se concibió para ser tratado con reverente sumisión». Poco abocada a la risa, su incisiva escritura nos recuerda la de algunos dialécticos de la Ilustración, pero también la sobria agudeza de aquel Critilo empeñado en descifrarnos los engaños del mundo.

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