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Pasear la mirada, extraviar el yo

¿Por qué esta proliferación de libros sobre el caminar? ¿Es acaso una vuelta a la sencillez olvidada?

Pasear la mirada, extraviar el yo

Pensamiento

¿Por qué esta proliferación de libros sobre el caminar? ¿Es acaso una vuelta a la sencillez olvidada? En una sociedad tiranizada por lo útil y lo rentable, el caminar se ha convertido en un acto subversivo y creativo que nos devuelve la experiencia de la inmediatez del cuerpo en contacto dinámico con el mundo. Quien camina no espera nada a cambio. Tal vez podría decirse que hay dos tipos de caminantes: el que camina leyendo el paisaje, observándolo y dejándose llevar por sus insinuaciones y el que concibe el paseo como una escritura de sus pensamientos, ensimismado pero al mismo tiempo mecido por el escenario móvil. Como toda tipología admite grados y fusiones.

Andar, merodear, vagar, deambular, caminar, pasear, callejear, errar, divagar, atravesar... Palabras para referir esa necesidad íntima de desplazarse sin propósito ni razón. Diversos tipos de caminantes atraviesan estas líneas: estáticos, ilustrados, dadaístas, surrealistas o situacionistas. Acto libre, irracional y pausado que pone en suspenso el ritmo cotidiano de las cosas, suscitando el reencantamiento del espacio circundante y del tiempo, abolido mientras dura la experiencia. Un extravío para volver a sí mismo, «un rodeo para reencontrarse con uno mismo», dice Le Breton en Elogio del caminar (Siruela, 2011). Salir de sí mismo y exteriorizar el ensimismamiento para entregarse a «la efervescencia difusa», orquestando una silenciosa «conversación entre el cuerpo, la mente y el mundo», escribe Rebecca Solnit en Wanderlust. A history of walking (Verso, 2001, cuya versión castellana publicará en 2015 Capitán Swing). O, como dice Javier Mira en El dilema de Proust o el paseo de los sabios (Berenice, 2014): «salir de paseo consiste en mantener el equilibrio -siempre frágil- entre lo de fuera y lo de dentro». La experiencia de caminar «descentra al yo», sacándolo a pasear y «restituyendo el mundo», sepultado de imágenes y palabras concebidas en reposo. Frédéric Gros argumenta en Andar. Una filosofía (Taurus, 2014) que esta actividad solitaria y silenciosa nos permite desprendernos de lo superfluo pero no para reencontrarse con un yo más auténtico sino para disolver, provisionalmente, la identidad y el lenguaje. El libro de Gros y, especialmente, el de Mina rastrean las huellas literarias y filosóficas del paseo, desde Sócrates a Bob Dylan, pasando por Dante, Baudelaire o Cortázar.

Del arte de pasear...

Karl Gottlob Schelle publicó El arte de pasear (Díaz y Pons Editores, 2013) en 1802. Su autor, amigo de Kant, se lamentaba de la enfermedad metafísica que depara una filosofía volcada hacia una especulación cada vez más alejada de la vida. Tanto que incluso aquellos que se atreven a desafiar dicha concepción son acusados de «antifilósofos». Michel Onfray llegó a incluir a Schelle en la antología que compone su Antimanual de filosofía. El paseo es una actividad olvidada en la meditación filosófica en la que «lo físico y lo psíquico que hay en nosotros se influyen mutuamente». Rousseau, Nietzsche, Thoreau o Giner de los Ríos son algunos de los filósofos solitarios cuyo pensamiento se alimenta del desplazamiento corporal en el espacio. En todos ellos lo circunstancial se eleva a una consideración reflexiva. Como Ortega, quien hace un siglo inauguraba con Meditaciones del Quijote el paseo filosófico por el bosque de la Herrería. Mientras el meditador perseguía el fondo latente del bosque, el flâneur de Benjamin instaba al extravío urbano: «Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en un bosque requiere aprendizaje» (Infancia en Berlin hacia 1900).

Schelle aparece así como un antecedente de esta tradición del homo viator, analizada con detalle en los libros de Frédéric Gros y Javier Mina, que se dispone a filosofar en torno a la «paleta de impresiones que procura el paseo», extrayendo de esta actividad cotidiana el máximo placer físico y estético, dependiendo del lugar por donde se camina (montaña, bosque, pradera o ciudad), si se hace a pie (o en coche o a caballo) o si se va sólo o acompañado. Años atrás Diderot había planteado ya una fascinante hipótesis peripatética en El paseante escéptico (1747), cuyo protagonista filosofa en función del paisaje que atraviesa. Algo parecido, nos recuerda Javier Mina, imaginaría después Virginia Wolff en Noche y día (1919).

El «arte de vivir» en Schelle se muestra contrario a una vida exclusivamente intelectual y productiva de aquellos que conciben el paseo como una breve rutina tras el trabajo. Como ilustrado que es, Schelle señala que para ser «conmovido por los encantos del paseo» se requiere «formación» y «cierto bagaje de ideas», algo que impugnarán después las vanguardias. Aunque ni la palabra ni la imagen pueden agotar la plenitud de dicha experiencia. Tampoco el paseo ha de ser un mero medio para alcanzar una idea, utilizándolo «como pretexto para perseguir sus propias ideas». De ahí que para Schelle haya que relajar la mente para que juegue con «alegre serenidad» a observar libremente, vagando sobre los objetos con ligereza y respondiendo a las «solicitaciones de los objetos», en vez de plegarse al ensimismamiento. La clave estaría en alcanzar un diálogo armónico entre vida interior y paisaje paseado.

... a la experiencia antiartística de las vanguardias

Atravesar espacios supone transformarlos simbólicamente, dice Francesco Careri en Walkscapes, (Gustavo Gilli, 2014) para quien caminar es una experiencia existencial, estética y narrativa: el acto de andar, la línea que atraviesa el espacio (recorrido arquitectónico) y el relato del espacio atravesado (estructura narrativa), respectivamente.

La historia del caminar como extravío atraviesa diversas transiciones: del dadaísmo al surrealismo (1921-1924), de la Internacional Letrista a la Internacional Situacionista (1956-1957) o del minimalismo al land art (1966-1967). «De la ciudad banal de Dada hasta la ciudad entrópica de Robert Smithson, pasando por la ciudad inconsciente y onírica de los surrealistas y por la ciudad lúdica y nómada de los situacionistas». Durante el primer tercio del siglo XX, el acto de andar ha sido percibido, bajo el influjo de las vanguardias, como anti-arte. Un modo de reivindicar la espontaneidad y el devenir vital frente a la estática y decadente belleza burguesa. Cuando los dadaístas organizaron en 1921 una serie de excursiones a los lugares más banales de París («aquellos que realmente no poseen ninguna razón de existir»), postulaban así una nueva visión del espacio urbano más allá de los enclaves monumentales o pintorescos. Caminar por la ciudad se convirtió así en una forma de anti-arte, un modo de desacralizar el arte para reconciliarlo con la vida, uniendo lo sublime y lo cotidiano.

Más allá del nihilismo que proyectó Dada, los surrealistas convirtieron la calle y el campo en un lugar para ensayar la escritura automática: deambular azarosamente para revelar el inconsciente espacial que circunda la vida. La ciudad, al igual que la mente, posee una región invisible que puede ser explorada. Si hay un automatismo psíquico para la escritura, éste también podría trasladarse al caminar sin objetivos ni metas. «Dejadlo todo?Salid a las calles» proclamó Breton. «La deambulación consiste en alcanzar, mediante el andar, un estado de hipnosis, una desorientadora pérdida de control. Es un mediúm -afirma Careri- a través del cual se entra en contacto con la parte inconsciente del territorio». Breton imaginó unos mapas afectivos de la ciudad en los que quedarían reflejados las pulsiones de sus habitantes, de manera que, por ejemplo, el color blanco señalara los lugares que nos gusta frecuentar, el negro los que deseamos evitar y los restantes, en gris, aquellos espacios indefinidos que alternan las sensaciones de atracción y de repulsión.

Las derivas situacionistas y la óptica psicogeográfica redefinen la idea de la ciudad: reemplazando su uso productivo y consumista por su función lúdica. Los deseos latentes de los ciudadanos, observados en sus derivas espontáneas, sustituirían a los deseos impuestos por la sociedad en los desplazamientos motivados por la utilidad. Los letristas, y posteriormente los situacionistas, acusaron al surrealismo de proponer una huida inconsciente y onírica del territorio. Frente al subjetivismo urbano, los situacionistas creían en un método objetivo de explorar la ciudad basado en la psicogeografía («Estudio de los efectos precisos del medio geográfico, acondicionado o no conscientemente, sobre el comportamiento afectivo de los ciudadanos»). A pesar de que la deriva posee una dimensión azarosa, no hay que olvidar que ésta se concibe como un experimento metódico sujeto a reglas. En el paisaje psíquico que aflora en los planos de Debord la figura más recurrente es el archipiélago: «una serie de ciudades islas inmersas en un océano vacío surcado por los errabundeos». Según Careri, «los letristas rechazaban la idea de una separación entre la vida real, alienante y aburrida, y una vida imaginaria maravillosa (?) Era necesario actuar en vez de soñar». Tras la estela situacionista, el grupo Fluxus organizó en 1976 los Free Flux-Tours, una serie de itinerarios colectivos a lugares ocultos del Soho de Nueva York.

De los anti-walk Careri nos lleva a los land walk. Constant reelabora los postulados situacionistas para desarrollar la idea de una ciudad nómada. El proyecto de Nueva Babilonia «asume el mito dadaísta de la superación del arte y lo traslada a una primera tentativa de superación de la arquitectura». En 1967 Richard Long dibuja una línea hollando la hierba de un prado (A line Made by Walking), inaugurando un land art que surge de la experiencia de caminar y percibir estéticamente la naturaleza como un paisaje escultórico y arquitectónico. «Mi arte se materializa andando» escribió Richard Long. Hamish Fulton, artista inglés que solía acompañar a Long en sus errabundeos, considera que el acto de andar es valioso porque supone una celebración del paisaje no modificado. Esa experiencia de «religiosidad inmediata» con el entorno la representa después en breves poemas gráficos, que se aproximan al haiku japonés. «Los paseos son como nubes. Vienen y se van», escribe Fulton.

¿Últimos pasos?

¿Se ha acabado ya el paseo, como sugiere Javier Mina en su ensayo? Es cierto que la épica trascendente del caminar ha pasado y que hoy el deporte y la salud han domesticado parte de su ímpetu vital. Sobra terapia y falta aventura. Ya Thoreau se lamentaba de esos «cruzados de corazón débil» que eran -¿somos?- la mayoría de los caminantes.

A pesar de ello, creo que el caminar, por el campo o por la ciudad, sea arte o anti-arte, renueva el mundo y la mirada al romper el fatal hechizo de la inmovilidad existencial. Quien camina destrona el yo y lo extravía. Quien camina persigue la duda y huye de la certeza. Quien camina abraza el instante y disipa el pasado y el porvenir.

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