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Blanquificación

El cine norteamericano se empeña en darle un lavado de cara a producciones de éxito japonesas. Ghost in the Shell y Death Note son sus últimas víctimas

Scarlett Johansson, en la última versión en cine de Ghost in the Shell.

Ghost in the Shell (Masamune Shirow, 1989) y su segunda parte Manmachine Interface (Shirow, 2001) son dos imprescindibles del manga japonés. Dos cómics que ahondan en la distopía futurista entre hombres y máquinas, y que, a pesar de las casi 3 décadas de existencia, continúan entre los referentes más vanguardistas del cyberpunk y la ciencia ficción japonesa. Ídem con unas ilustraciones que crearon escuela con la precisión, la personalidad y el detallismo de sus mecanismos artificiales. La obra de Shirow ha sido adaptada a videojuego (Exact y Production IG, 1997), a series y películas de animación (Kenji Kamiyama, 2003 y Mamuro Oshii, 1995, respectivamente) y, este mismo año, al formato blockbuster de Hollywood de la mano de Rupert Sanders y su protagonista total, Scarlett Johansson.

Death Note (Tsugumi ?ba y Takeshi Obata, 2003) es, también, otro de los indispensables del cómic japonés. Un relato diseñado para quemar neuronas y disfrutar de uno de los duelos de astucia más excesivos y enrevesados de los últimos tiempos. La contienda entre L y Light, icónicos antagonistas al estilo de un Holmes y un Moriarty del nuevo siglo digital. Como Ghost in the Shell, su éxito le ha llevado a ser adaptado al formato anime (la serie de animación dirigida por Tetsuro Araki, 2006), a película de «carne y hueso» (Shusuke Kaneko, 2006) y, también hace apenas unos meses, a su revisión en formato americano bajo la producción de la plataforma Netflix ( Death Note, Adam Wingard, 2017).

Ambas obras han perdido mucho en estas últimas adaptaciones. Han caído presas de lo que algunos ya comienzan a llamar «blanquificación»: el lavado de cara, habitual del cine norteamericano, que esteriliza todo aquello que no se adhiera a sus imperativos de lo ordinario. Cirugía para extirpar lo demasiado violento, lo demasiado trascendente, lo demasiado original o, en estos casos, lo demasiado nipón. Encontraremos pocos ojos rasgados en estas nuevas versiones. Los protagonistas japoneses pasan a un segundo plano, en favor de un plantel principal de mayoría blanca. Tampoco nos toparemos con una penetrante violencia, que ahora prefiere el vacuo y ostentoso discurso estético del videoclip. Los acercamientos a la espiritualidad, también característicos de la narrativa nipona, se verán reducidos a la anécdota sin verdadera trascendencia en la narración. Y ni rastro del ingenio desplegado por los autores originales en las viñetas del manga. Los conflictos en las versiones americanas se han simplificado hasta el punto, incluso, de sustentar las principales líneas argumentales sobre un trasfondo de regañinas pasionales entre adolescentes.

Simple, homogéneo y aburrido; son las consecuencias de un plato que, Hollywood y los demás compinches del mainstream (Netflix, en este caso), pretenden cocinar «al gusto de todos». Y no se trata de su primer intento. Al J-Horror, el cine de terror japonés que invadió nuestras taquillas a principios del 2000 con films como Ring (Hideo Nakata, 1998), Dark Water (Nakata, 2002), Ju-hon: The Grudge (Takashi Shimizu, 2002) o Llamada perdida (Takeshi Miike, 2003), ya se la devolvieron las productoras yanquis en su momento, «blanquificando» sus propuestas para el mercado internacional. Ninguna versión aportó mucho más que la consabida revisión estética y deslavada de sus originales; ahora bien, hicieron caja, y algunas de ellas, incluso, triplicaron en beneficios a sus gastos de producción. La culpa hay que repartírsela.

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