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El prodigio de ser Iggy Pop a los 75 años

Iggy Pop en Toulouse. FERRAN SENDRA

Si a propósito de ciertos discos introspectivos de los últimos tiempos llegamos a pensar que Iggy Pop se preparaba (y nos preparaba) para su apaciguamiento en escena una vez superados los 70, nos equivocamos del todo. Cual lagarto prehistórico salido de la vitrina, sigue retorciéndose y aullando de placer al son de sus números salvajes, con el marchamo stooge, que ahora mezcla con pistas más matizadas: acentos de rock alemán de vanguardia y recesos brumosos como la pieza que da título a su último trabajo, Free (2019), en el que se limita a mascullar «I wanna be free» sobre un manto de electrónica y un lejano flujo de trompeta.

Celebramos que Iggy Pop (Muskegon, Michigan, 1947) está en magnífica forma, modulando (solo un poco) el personaje en su recorrido de estos días por Europa, listo para romper su década de ausencia en los escenarios catalanes con el concierto único programado en el Festival de la Porta Ferrada, de Sant Feliu de Guíxols, el próximo 29 de julio. Al hombre no se le cae la casa encima: son cuatro meses de gira por el continente, incluyendo 13 fechas en Francia, quizá su país europeo favorito (a cuya chanson se acercó en dos simpáticos discos, Préliminaires, 2009, y Après, 2012).

Ahí estuvo el bolo del pasado domingo en La Halle aux Grains, de Toulouse, al que acudió este diario. Un Iggy con su imperial rango vocal y esos graves que retumban, showman dominador, con chaqueta o sin ella, reptil con la piel marcada por estrías y vestigios de cicatrices, diciéndonos que a los 75 tal vez sea demasiado tarde para renunciar al rock’n’roll.

Repertorio más abierto

Si bien, las últimas veces que pudimos verlo, lo hizo con The Stooges y en festivales gordos (entre 2005 y 2012 pasó por el Primavera Sound, el Cruïlla y los extintos Summercase y Doctor Loft), esta gira apunta a los teatros y auditorios medios, con cercanía y propensión a los matices. Y ahora, al haberse despojado de The Stooges, puede abrir el encuadre y cubrir parcelas de su carrera en solitario que últimamente habían quedado desatendidas, como la etapa berlinesa de finales de la década de los 70, que aporta cinco canciones al repertorio.

Banda con novedades

Tiene banda para eso, un hermoso septeto (cinco franceses) que incluye, novedad, un teclista y dos metales suministradores de otras texturas desde el arranque a base de Five foot one, del disco New values (1979). El artista, con americana sin nada debajo, flexionándose como si fuera de plastilina y cómodo en su papel de aristócrata punk, tan presto a la ferocidad como al monólogo solemne: de los milenarios TV eye y Gimme danger a números nublados y pausados como los del último trabajo (Loves missing y Free, únicas menciones), así como The endless sea y aquella Mass production repescada de The idiot (1977), fruto de su alianza con David Bowie. Momentos para un refinado juego de guitarras chirriantes a cargo de Greg Fauque y Sarah Lipstate (paisajista sónica más conocida como Noveller).

Vandalismo de alta cuna en La Halle aux Grains, exquisita sala de conciertos sinfónica (y sede de la Orchestre National du Capitole de Toulouse), donde pudimos comprobar qué significa ser Iggy Pop a los 75. Leal a su esencia e incapacitado para convertirse en alguien distinto a estas alturas. Deleitándose al sentir en su torso desnudo el tacto del público, al adentrarse en la platea, en Lust for life y The passenger, y recordando a aquella banda «sucia y pobre» que existió «hace mucho tiempo», The Stooges, cuya canción favorita, según dijo, es I’m sick of you.

Nunca ese rock de Detroit sonó tan preciosista, y el baño de himnos (I wanna be your dog, Search and destroy) se cruzó con pistas de otro calado, herencia de la vanguardia alemana, como el ciberfunk de Sister midnight, la sonámbula Nightclubbing y una versión de Hero, de Neu!, «el mejor grupo de krautrock», con capas granuladas de electrónica, que cantó bailando con una entusiasta fan que podría ser su nieta. Ser Iggy Pop siempre ha sido prodigioso, y a los 75, algo más.

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