El gran teatro del mundo
Ricardo Baixeras
La tarea que lleva a cabo Luis Landero (Alburquerque, 1948) con su prosa de ficción en La última función acomete la tarea de contar, a través de un estilo tan pulido como preciso y ligero, historias ancladas en una cotidianidad que está en el límite exacto entre la realidad y la ficción y que ya dibujó con precisión en Juegos de la edad tardía (1989), novela que tiene no pocas concomitancias y analogías con la que hoy reseñamos . Porque en ambas el juego tardío -por acostumbrado- entre lo real y lo aparente está en el centro de la historia que se está contando y que aquí tiene que ver con la «de Tito [que] era la historia de una voz», figura que es rememorada por un grupo de jubilados en San Albín, un lugar «abandonado de Dios y de los hombres» y «que se extinguió definitivamente». La historia de Ernesto Gil Pérez, «Tito para más señas o, como mucho, Tito Gil», viene a confluir con la de Paula, cuya juventud está arruinada y cuyo matrimonio es «absurdo». Paula no solo tiene un trabajo «odioso», sino que siente que ha desperdiciado «su vida sin llegar apenas a vivirla».
Con mano firme sigue Landero las historias en paralelo de Tito y Paula como hace siempre: haciendo que la malla estructural de lo que se está relatando se vaya abriendo a medida que la novela avanza, como si de un telón de teatro se tratara. Es el gran teatro del mundo que se va a representar y que aquí se convierte en la bisagra o el punto de anclaje entre Tito y Paula. Porque muchos años después de que Tito se hubiera convertido en «una figura fabulosa, una quimera, algo impreciso y difícil de imaginar, de tan lejano y aleatorio», regresa a San Albín para hacerse cargo de una herencia familiar y es entonces cuando se pone en marcha la disparatada idea de representar una última vez una obra de teatro, Milagro y apoteosis de la Santa Niña Rosalba, leyenda medieval que años fue motivo de orgullo para todos sus habitantes. Tito y el pueblo son a su modo «un signo borroso, pero aún legible para quien supiera leer, de cierto esplendor del pasado hoy ya extinguido». Y Paula viene a convertirse en la figura principal de la obra que se va a representar porque en la ficción, como en la vida, te puedes llamar Paula y que te llamen Claudia como aquí sucede, haciendo que los papeles, como la realidad, sean confusos.
Landero, de nuevo como el mago prestidigitador que envuelve al lector en una bruma de ensueño, donde lo que se cuenta y lo que sucede se enhebran en un tejido fabuloso porque hay «muchas historias que, cada una a su manera, cuentan siempre la misma historia: el caso singular de un vano intento, de un sueño que tarde o temprano acaba desembocando en la inmisericorde realidad, con todo lo que eso tiene de heroico, de lastimoso, de inútil, de trágico y hasta de ridículo, según el sueño sea o no más fuerte y verdadero que la realidad misma». He aquí el centro poderoso de una novela que confunde el sueño con la vida de dos personajes que tal vez no sean lo que representan pero poco importa porque «el abismo del tiempo» se cierne sobre el pueblo y sobre ambos: La última función ha sido un maravilloso espejismo del que el lector atónito también ha participado, una «historia que [...] viene a contar el caso singular de un vano intento, de un sueño que, tras un gran momento de esplendor, acaba desembocando en la inmisericorde realidad».
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