José María Guelbenzu: «Detesto con toda mi alma la autoficción, es literatura de segunda»

Escritor, editor y crítico. Guelbenzu (Madrid, 1944) tiene inteligencias mezcladas. Nació para escritor, pero fue editor muy temprano. Sucedió, en Alfaguara, al fundador de su segunda época, Jaime Salinas, al que Javier Marías y otros de su generación solían llamar Tito Jaime. Pero era como un sobrino principal, ya que solo alguien como él, al que le ríen los ojos y la boca, podría darle paciencia y hondura a la tarea de poner en pie, en España, la literatura universal que importó el gran editor que fue don Jaime.

José María Guelbenzu.

José María Guelbenzu. / José Luis Roca

Juan Cruz

Juan Cruz

A lo largo de los años jamás abandonó su pasión editorial (que comenzó a dar frutos en 1970, en Taurus, que dirigió durante muchos años) ni su otro rostro, quizá el que representa mejor la curiosidad de sus ojos, el que le asoma cuando escribe reseñas (en Babelia de El País) o cuando inventa novelas. Aquí alterna lo que se suele llamar género de crimen y misterio con otras obras que recorren el espinazo de la historia española, como Mediodía en el tiempo, que es como la biografía de un país, y de una vida, que también le pertenece. No es una autobiografía, pero se puede leer así porque, en cierto modo, es la biografía de su tiempo, a veces al mediodía y casi siempre en las distintas luces (las nocturnas o difíciles, las hirientes, las suaves) en que se ha desarrollado la vida de su generación. Es, dice, su mejor novela, una obra de precisión y paciencia, y una señal de que España tiene un gran escritor de su generación que la cuente.

«Detesto con toda mi alma la autoficción, es literatura de segunda»

«Detesto con toda mi alma la autoficción, es literatura de segunda» / JUAN CRUZ

En Mediodía en el tiempo están la guerra, el ambiente que la siguió, los personajes, la pobreza, los buscavidas, lo contrario de la belleza... y también la belleza. La belleza, por ejemplo, ¿dónde estuvo en aquellos años de la guerra y de la posguerra?

Lo que hubo en aquellos tiempos fueron más bien maldades, aunque se combinaron lo más humanitario y lo peor. Las dos cosas. Pero ahí hubo poca belleza. Además, cuando se vuelve sobre ello se cometen descuidos. Se combinan la estética de la belleza con la estética de la pobreza y se intenta crear con ello obras de arte… Eso nunca me ha parecido muy digno.

Desde que empieza, su libro tiene el propósito de la lentitud, como si se hubiera propuesto contar aquel mundo, hasta ahora, y contarlo despacio. Es una lentitud casi alemana, como de Günter Grass. En todo caso, una escritura en busca de la paciencia.

Es más bien la escritura de la precisión. A estas alturas no te puedes permitir el lujo de ir deprisa escribiendo o de salir con facilismo de las cosas. Había que buscar con precisión los escenarios y las palabras. Porque esta es una novela que contiene una serie de escenas, un libro muy transversal que salta de una cosa a otra, con el cuidado de que no queden sueltas las riendas para que no se desperdicie la línea principal.

Hay maldad, pero el origen de la novela, de la guerra a la posguerra, sus personajes principales, los padres, los hijos, los próximos, exhiben la intención de la amistad.

Es que eso fue así en la vida. Primero hubo la necesidad de supervivencia, luego se empezó a comprender el mundo y desde que se buscó la supervivencia se trató de llegar al perdón, ¿no?

¿Por qué se puso a rememorarlo todo tan minuciosamente?

Creo que rememorar lo pide la propia estructura de la novela. En la novela cuentan una primera persona y un narrador, Alberto, uno de los personajes. Alberto es hermano de leche de otro personaje, hijo de una familia muy pudiente. La voz de Alberto procede, por así decirlo, del vientre de la madre, directamente. Viene más de la pobreza que de la carencia, pero es al mismo tiempo el que tiene una procedencia más terrenal y tangible, el hijo de alguien que se convirtió en vendedor de enciclopedias.

Y sale bien parado para sortear la posguerra con ventaja…

Sí, ese es su golpe de suerte. Digamos que en aquella época se vivía de comprar ajos en un pueblo y venderlos en otro más rico. Era un tránsito que casi formaba parte de la picaresca, incluso ocurre como la suma de la supervivencia y de la picaresca. La suerte está ahí siempre presente de algún modo, y aquel que va a ser vendedor de enciclopedias de repente se toma todo muy en serio. Es el típico personaje que se toma todo lo que hace en serio y mantiene un respeto por lo bien hecho. Su sentido de la rectitud también es un sentido moral, que le permite encontrar un trabajo con futuro. Simbólicamente, para él, interesarse por lo que vende es una forma de explicar su deseo de vivir y de esa rectitud moral.

Esas actitudes lo llevan a recuperar para su casa una amistad que es, además, del otro lado de su manera de responder a la política imperante. Igual que su hijo se hace amigo del que ha sido amamantado por su esposa…

Eso es bastante normal, algo característico de este país que, en el fondo, es un país familiar y también de ladrones o de pícaros. Un país de familia, incluso cuando se trata de pícaros. Este país familiar, por supuesto, también tiene un anclaje del que se sirven los hijos, y así sucesivamente… Entre nosotros, en este país, prácticamente todo el mundo es realmente la familia. O es un sostén que nos permite convivir o es un infierno. La diferencia entre la amistad y la familia es que en este último caso no se elige la amistad. Al amigo lo eliges tú y eso crea lazos muy distintos, igual de fuertes, pero elegidos. Pueden crearse también odios feroces, pero en todo caso serían lazos afectivos muy peculiares. En el caso de estas familias que hay en mi libro la guerra los agarra en frentes distintos, ni son familiares ni son próximos.

Hay algo también muy destacable en su libro: no hace usted hincapié en la conocida distinción de republicanos o fascistas. Cuenta historias de personas. No persisten bandos.

Pues claro. Aunque forman parte del escenario donde transcurre todo. A mí no me interesa nada contar la historia de los bandos de la guerra o de la posguerra. Lo que me interesa es contar las historias de las personas. Humanizar a los personajes, sean quienes sean y vengan del bando del que vengan.

¿Qué papel jugarían aquí los recuerdos de la República o del fascismo en los padres y en los descendientes de cada uno de los factores de la historia?

En los descendientes hay más ideologías que en los padres. Al menos en estos padres concretos de la novela. En los hijos hay una especie de comprensión del mundo que, en el caso de los padres de Alberto, acaba siendo así. Se narra un sistema, el que les ha tocado vivir, o sobrevivir, y lo que les pasa es más práctico que realmente ideológico. En los descendientes, que son los que empiezan a reaccionar contra el franquismo, la actitud es más ideológica.

¿Cuándo se pone a escribir el libro lo acompaña su propia experiencia personal como ciudadano?

Es imposible no tener la experiencia, y por tanto es posible no usarla… Pero detesto con toda mi alma la autoficción, que es una especie de literatura de segunda, así que en ese modo de contar no caigo. Otra cosa muy distinta es escribir para entender tu experiencia. Pues una de las razones clásicas para escribir es tratar de dar sentido a lo que estás viviendo.

Aquí, en este libro, salda muchas veces un regalo que le hace Jorge Luis Borges, un título y un emblema, las Ficciones.

Ficciones, ese gran título… Las ficciones es otra forma de arte que, en definitiva, reclama belleza para la escritura… La belleza, el arte [se dice en el libro] son fundamentales para acercarse a la felicidad. Aunque hay que tener en cuenta que la felicidad no es un estado de vida, sino la sucesión de los momentos felices que has tenido. Fernando Savater dice esta otra consideración de lo que es la felicidad: consiste en merecerse la felicidad. Eso es agustiniano: merecerte la felicidad, esa es la cuestión. Una forma de estar despierto y de estar vivo.

Esa teoría y esa práctica de la felicidad ocupa bastantes líneas en la novela.

Claro. Uno viene a este mundo en busca de la felicidad.

Refleja usted aquí varias etapas en que este país fue infeliz. Y fue en 1975 cuando ya la gente se despertó, gritó «¡¡¡ya!!!», y empezó otra era, que también está en la novela: la de la felicidad que no había que pedirle a Franco.

Sí, es cuando entra aquí la libertad como parte de la felicidad. El nacionalcatolicismo de Franco fue un corsé que mantenía a este país en una mentalidad de cuartel y de mesa camilla, un territorio muy difícil. Aquella entrada a la libertad de expresión fue en cierta manera como quitarle el corsé a la gente y empezar a respirar un poco más, más amablemente, para aspirar a lo que podríamos llamar los países felices, de los que ahora se habla tanto.

Esa expresión, felicidad, alimenta en la novela igual que la leche, la de los hermanos de leche que traspasan las metáforas que usted va usando. ¿De dónde viene este hallazgo?

El de esos hermanos de leche es una especie de acercamiento físico entre dos mundos completamente distintos. Recorre todo el libro, desde el inicio de la novela, y abarca prácticamente todas las metáforas que se van usando. Si te fijas bien, estos hermanos de leche, de leche materna, son seres completamente distintos, pero mantienen de alguna forma una manera común de relacionarse. Conservan lo que los ha unido, una amistad de lactantes. Tuve un amigo, que acaba de morir, con quien me senté en el primer pupitre de nuestras vidas, y lo mantuve y, con el paso del tiempo, a pesar de las distancias temporales lógicas, siempre nos entendimos como aquellos compañeros de pupitre; no hubo ya nada que rompiera esa primera relación entre los dos. Eso queda, queda para siempre, y esta amistad de la novela viene de ahí.

Ha escrito un libro que abarca la vida entera de una época. Aquí ahora la felicidad parece tachada y hasta la belleza se hace difícil de compartir. ¿Cómo ve las relaciones que mantenemos ahora?

Son relaciones pueblerinas. Hay una especie de pique, como por tener, digamos, la iglesia más bonita, la más alta, las mejores calles… Vivimos en mundos pueblerinos, unos más uniformes y otros más montañosos. Lo importante es lucir más que el otro, exhibir unos estatus, como se exhibía la panza, porque ser tripón significa que comes… Esa especie de estado de búsqueda del estatus es la parte más siniestra de este país, esa caída en lo cateto. Tardaremos muchos años en normalizar situaciones, salir de este enfrentamiento entre la derecha cortijera y la simpleza progre.