Leemos

Puro amor romántico

El fantasma de Heathcliff sigue paseando por los contornos de Cumbres Borrascosas de Emily Brontë

Retrato de Emily Brontë pintado por su hermano Branwell.

Retrato de Emily Brontë pintado por su hermano Branwell. / JoséJoaquínMartínezEgido

José Joaquín Martínez Egido

Manderley y Cumbres Borrascosas, dos de las mansiones literarias más famosas en mi haber, se mezclaron durante mucho tiempo como recuerdos opacos en mi memoria, sin saber realmente por qué; hasta el punto de que esa frase mítica de la esposa del señor de Winter de Anoche soñé que volvía a Manderley en la película de Hitchcock Rebeca (1940) podría haber sido pronunciada por Catherine Earnshaw como Anoche soñé que volvía a Cumbres Borrascosas, con la misma sensación de pérdida en ambos casos. Nada. Ni caso; asociaciones que uno se hace.

Esta semana, con motivo del inicio del taller de redacción de historia de la literatura española que comenzará en la Sede Universitaria de Elda UA, con el Romanticismo como tema en su primera sesión, la rescaté de la estantería y la he vuelto a releer y, con esta acción, a recordar todos los momentos vividos con esta novela.

Tendría unos doce años cuando el profesor de lengua de 7º de EGB nos dijo que, voluntariamente, leyéramos la novela que quisiéramos y que luego se la contáramos por carta durante las vacaciones de Pascua. Sí, plenos setenta y un profesor nos daba su dirección particular y aplicaba el concepto de elección individual de lectura a una enseñanza que, como poco, sorprendía. En principio yo no sabía qué leer, así que, mirando los libros que había por casa, me llamó la atención uno con el lomo blanco y con el título de Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, (1847). Lo extraje de la estantería y vi una portada con una imagen ovalada en la que aparecía una casa solariega con un cielo tétrico y con las ramas de un árbol. Y me dije: «Pues esta, que debe de ser de misterio».

Y vamos, misterio… misterio…, no; al menos del que a mí me gustaba. Era un novelón melodramático en el que me perdía con los personajes y del que saqué las conclusiones de que había alguien muy malo llamado Heathcliff, mucho sufrimiento y unas relaciones amorosas que no comprendía; moría mucha gente, pero, al menos, no terminaba del todo mal. Más adelante, ya en la universidad, la leí contextualizada como novela romántica del siglo XIX y ya «casi» lo entendí todo. Ahora bien, fue más de cuarenta años después cuando volví a Cumbres Borrascosas y pude comprenderla en toda su complejidad y recordar a ese muchacho de 12 años que intentaba entender una narración compleja, en un contexto desconocido y con una temática condensada en relaciones repetidas. Y esta semana ha vuelto ese muchacho con un disfrute mayor, pero con una dosis de melancolía muy acorde con la propia novela.

La novela está contada mediante una estructura innovadora para la época con tres narradores testigos de la acción (el inquilino, Lockwood; y dos criadas, la señora Dean, y Zillah), de forma que cada una de las partes narradas parece albergar a la siguiente. La trama abarca más de treinta años y nos cuenta, mediante el romance como hilo conductor, la historia de tres generaciones de dos familias, los Earnshaw, en Cumbres Borrascosas, y los Linton, en las Granja de los Tordos. Cumpliendo con la llamada falacia patética, el ambiente es completamente cerrado y asfixiante, en relación con los páramos hostiles y desolados que rodean al lugar, situados en Yorkshire, en el norte de Inglaterra. El motor de la narración es la creación de un personaje como Heathcliff, un niño adoptado al más puro estilo de Dickens, que se configurará como alguien malvado («Solo es hombre en apariencia. En lo demás es un demonio» p.158), víctima del determinismo social que recoge la novela, y que cifrará su existencia en hundir a todos los demás por el desprecio sufrido y por su amor eterno hacia Catherine Earnshaw («¡Oh! ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!» p.148).

Y ¿por qué deberíais de leer esta novela? Porque, con ella realizamos una lectura pausada de una gran dosis de literariedad mediante la presentación, por una parte, de los sentimientos humanos más primarios y, por la otra, del triunfo del amor romántico más allá de la muerte. Y eso es tan grande que explica cualquier tipo de confusión asociativa de adolescente; además de que a cualquier edad a uno le puede ocurrir que piense, sueñe o lea que vuelve a Manderley, o a Cumbres Borrascosas.