Cuando se publicó en 1964 el libro de Umberto Eco “Apocalípticos e integrados”, la Inteligencia Artificial era un concepto poco extendido. Tal vez porque en ese momento su carácter teórico era obligado por la falta de tecnología: las computadoras de entonces no cabían en una habitación de grandes dimensiones pese a tener miles de veces menos capacidad de procesamiento que el móvil que tiene en su mano y con el que puede estar usted leyendo este blog. Eco hablaba en su obra de los “mass media”. Aunque ahora parezca sorprendente, en ese momento los medios de comunicación eran considerados por algunos teóricos de la comunicación casi tan peligrosos como la IA es considerada en la actualidad por muchos especialistas del desarrollo tecnológico. Convendrán conmigo que, visto desde el día de hoy, el posible riesgo de la televisión, la radio o los periódicos (incluso los online) es casi pueril si lo comparamos con un producto netamente digital: el Moloch de las redes sociales. Pero entonces los medios tradicionales se consideraban un riesgo tan grande que había teóricos de la comunicación, los “apocalípticos”, que profetizaban que el influjo de la llamada “opulencia informativa” que provocaban esos medios acabaría con la cultura humana y crearía mediante la manipulación ideológica legiones de seres idiotizados al estilo de los que vemos en obras distópicas como “1984” de Orwell o “Un mundo feliz” de Aldous Huxley. Frente al catastrofismo apocalíptico, estaba el buenismo integrado, un poco santurrón, de los que, andando el tiempo, sin embargo, acabarían imponiendo sus tesis. Admitían que había un interés económico en las organizaciones empresariales propietarias de los medios y eso podía condicionar los mensajes pero discrepaban en que existiera una manipulación ideológica intencionada porque entendían que se tenían en cuenta los gustos e inclinaciones del público. Umberto Eco se pasaba el libro repartiendo estopa a unos y a otros. Y con mucha razón porque ni unos ni otros tenían realmente razón como se ha visto después.  

El recuerdo de aquella obra del escritor y semiólogo italiano se debe a que reflejaba una división que se ha vuelto a repetir sesenta años después con la Inteligencia Artificial. Y posiblemente pase lo mismo que entonces, que ninguno de los bandos tenga razón. Ni los apocalípticos que vaticinan el final de la especie humana ni los integrados que auguran que la IA nos traerá un mundo mejor sin efectos secundarios.

El último en incorporarse al club de los apocalípticos de la IA ha sido Eric Schmidt, ex CEO de Google, que ha vaticinado que en cinco años esta tecnología podrá tomar decisiones propias

Los apocalípticos van creciendo en número y en calidad. Ya no es solo Elon Musk, siempre tan coherente, que un día nos asusta como si Nostradamus le hubiera poseído (ha llegado a hablar de que implantar la IA es como “invocar a un demonio”), y al siguiente lanza al mercado su propio modelo IA generativa, Grok. Tan faltona como él, por cierto, cosa que divierte particularmente al magnate. Ya no son solo los botarates habituales. Es gente tan seria como un Eric Schmidt, ex CEO de Google, quien esta semana dijo que en cinco años la IA podría estar tomando decisiones propias y poner en serio peligro nuestra especie. Inevitable oír de fondo las inconfundibles fanfarrias de la banda sonora de “Terminator” cuando el hombre que transformó Google en un gigante tecnológico global, hasta que se marchó en 2020, compara la IA con las primeras bombas atómicas de Hiroshima o Nagasaki. “La bomba” está siempre presente en el imaginario de los científicos. Que se lo pregunten a Geoffrey Hinton, uno de los santos varones de la IA, premio Alan Turing de 2018, que dejó Google el pasado 1 de mayo en desacuerdo por la evolución de la Inteligencia Artificial y equiparó su sentimiento de culpa al que desarrollo Robert Oppenheimer tras el final de la II Guerra Mundial. Uno de los primeros en lanzar la alerta había sido, poco antes de morir, Stephen Hawking, quien se mostró de acuerdo en que IA y fin del mundo podían ser conceptos que acabaran unidos.

Geoffrey Hinton, uno de los padres de la IA, que ha roto con su retoño por ser demasiado peligroso. INFORMACIÓN

Entre los integrados está, como no, Sam Altman, CEO resucitado de OpenAI, que es el más lanzado en generar una IA autoconsciente que supere las limitaciones actuales. Últimamente está muy seguro de la bondad de su “criatura”, pero en mayo sembró cierta inquietud durante su exposición ante el Congreso de EEUU cuando dijo que su peor temor era causar “un daño significativo al mundo”. Pero también Sunchar Pichai, actual CEO de Google, quien considera la revolución que nos traerán las máquinas inteligentes más profunda que la electricidad o el fuego. Ahí es nada. O Zuckerberg, mandamás de Meta, quien ve la IA como una forma de mejorar la vida de las personas y tal vez un instrumento preciso para que empresas como la suya sigan espiándolas aún con más ahínco. Queda, como siempre, “au dessin de la mêlée” Bill Gates. Cauto como él solo, el fundador de Microsoft ha sido integrado unos días, como cuando dijo que la IA nos traería la jornada laboral semanal de tres días, y apocalíptico otros, por ejemplo cuando alertó de que sin control podría llegar a convertirse en una herramienta peligrosa. Lo que tiene claro es que “la era de la IA ha empezado” y no va a pararlo nadie.

Tal vez sea Gates quien esté más cerca de la verdad. No es inteligente negar que hace falta regulación para la IA, como hacen algunos apologetas integrados que abogan por un ultraliberalismo tecnológico rancio que recuerda a Adam Smith y su “mano invisible” “para no frenar el progreso”. Sobre todo cuando el poderoso caballero del inmenso negocio que trae la implantación de la IA está, de forma palmaria, detrás de tanto filántropo de salón. Pero tampoco tiene demasiada coherencia crear un falso alarmismo que invoque catástrofes ficticias, cuando el clima, sin ir más lejos, ya las esta provocando muy reales día tras día. Pierde credibilidad quien no se queda en el término medio de lo que cualquier avance humano ha traído desde que el mundo es mundo: una dualidad de bueno-malo. Solo el tiempo podrá decir quién ha ganado esa batalla ética entre apocalípticos e integrados de la Inteligencia Artificial.