Conozco a una mujer que asesinó a su marido metiéndole el dedo índice en la boca abierta cuando roncaba en la siesta. Hay un papa que murió al tragarse una mosca y un cardenal que intentando despegarse la oblea del paladar se tragó la lengua inesperadamente. Otra actriz famosa no resistió la tentación y consiguió clavarse una espina de bacalao en la laringe. La infección duró dos días y al fin, una septicemia galopante la borró del mapa. La casualidad y la muerte, a veces, son pareja de baile. Como el tanguista Ebanel, que tropezó inesperadamente con un baldosín suelto en la acera y fué a caer en un charco infecto junto al imbornable. Quedó insconsciente y, como quiera que en aquellos cinco minutos nadie circulaba por allí, murió ahogado en el agua sucia.