La mano que aprieta suave el muslo de ella, la oreja que escucha el aliento de su carmín carmesí, el antebrazo donde siente sus pechos clavándose como banderillas. Pero en el relato importa el escenario, la tortuosa relación que los hace estar juntos. Èl esperando girarse y mirarla, ojos de miel, sonrisa de traición. Entonces olvida el taburete, la mesa acolchada, levanta su cuerpo abandonándola. Desde dentro de la sobaquera agarra una speed beretta y, soltando el seguro, revienta dos tiros en su cara llena de cosméticos.

Es la escena de una noche de tangos, con aguacero en la puerta del local y son cabrón llenando espacios ocres. El decorado perfecto: amantes, rencores, fuego estrepitoso que provoca la catástrofe. Entonces se encierra en el aseo y recuerda otro viejo cuento hiperrealista donde el protagonista decide convertirse en anacoreta y medita para siempre en la taza del wáter. Un tubo de aspirinas, como una botella de náufrago lanzada por el sumidero, con mensaje en clave: tuve que hacerlo, director, tuve que matarla señor guionista, todo por amor.

Y cuando vuelven a oir desde el anfiteatro otro disparo imaginan al primer actor desangrándose como ella, con la cabeza medio ladeada, apoyado en la esquina del bidet. Los figurantes corren, los tanguistas prosiguen sus movimientos y el telón áspero del cuento breve acaba cayendo sobre la tarima. El público, emocionado, aplaude.