Hoy se cumplen dos semanas del inicio de la peor semana de fuegos que ha vivido la Comunitat Valenciana en una década. Los dos más voraces, los desatados en la Vall d’Ebo y Bejís, han calcinado más de 30.000 hectáreas y aunque están bajo control, todavía no han sido dados por extinguidos 15 días después. Su fiereza, imprevisibilidad y repercusiones medioambientales han reabierto el debate acerca de cómo evitar estos grandes incendios, pero los expertos avisan de que la batalla está perdida de cara a los próximos años y recomiendan centrarse en el medio y largo plazo para trazar una estrategia integral y consensuada que los aplaque.

«El problema no son los incendios. Han existido y seguirán existiendo, por eso la vegetación ha desarrollado durante siglos sistemas para rebrotar tras el fuego como el de las piñas, porque siempre ha convivido con él. El fuego no es el problema, el problema son los grandes incendios...y en el corto plazo esto no hay quien lo arregle». Habla Miguel Ángel Soto, licenciado en Biología por la Universidad Complutense de Madrid, experto en Ordenación del Territorio y Educación Ambiental y responsable de las campañas de bosques de Greenpeace España. Su opinión es la predominante en su gremio y también entre otros expertos en gestión del medio forestal.

El decano del Colegio Oficial de Ingenieros Forestales de la C. Valenciana, Juan Manuel Batiste, respalda esta tesis y recomienda a los gestores públicos «olvidarse» de dos lugares comunes que solían emerger en el pasado para combatir los grandes fuegos: aumento de la inversión en extinción y reforestación inmediata. En cambio, apuestan por centrar esfuerzos en la prevención a través del cuidado del entorno natural, lo cual exige invertir el proceso de despoblación, empresa que requiere décadas.

Hay consenso en que los incendios han mutado alimentados por veranos más largos, cálidos y secos y por el aumento de la biomasa en los bosques a consecuencia del abandono de tierras que provoca el éxodo rural. Soto explica que si se combinan con vientos superiores a 30 km/h se alcanza el punto en el que «da igual los medios que destines a la extinción» y solo queda esperar a la lluvia o a la humedad para poder atacarlos.

«El calor no provoca incendios, pero los hace más virulentos. Por eso necesitamos invertir en gestionar el paisaje y no en extinción», resume. Además de las condiciones meteorológicas, Batiste señala el exceso de vegetación en el monte como otra clave que da alas a las llamas y les permite correr sin control. Según los datos del organismo que dirige, cuando se acumulan más de 10 toneladas de biomasa vegetal por hectárea se generan fuegos ‘fuera de capacidad de extinción’.

Una tasa que «se supera en el 90 % de la superficie forestal arbolada» que tiene la Comunitat Valenciana y en algunos puntos como el Alto Palancia, zona cero del incendio de Bejís, llega incluso a quintuplicarse. Es decir, en 720.000 de las 800.000 hectáreas de monte valenciano hay tal cantidad de madera, hojas y otros elementos secos que provocarían incendios inextinguibles para los bomberos.

El problema es que retirar toda esa biomasa, que cubre casi un tercio del territorio valenciano, es una tarea ingente. Antes esa labor no era necesaria porque cada población asumía la adecuación de su entorno, pero la despoblación ha acabado con esto. «Hemos dejado de consumir mucha cantidad de biomasa. Antes se utilizaba para la leña con la que se calentaban las casas, por lo que los entornos de los pueblos estaban limpios, algo a lo que también contribuía el pastoreo. Pero ahora la gente se ha ido y toda esa biomasa arde», reflexiona Soto.

El Colegio de Ingenieros Forestales estima que limpiar (término que no gusta a los profesionales, que piden sustituirlo por el concepto ‘gestión’) una hectárea de monte cuesta en torno a 2.000 euros. Así, intervenir en la superficie arbolada de la C. Valenciana tendría un precio de 1.600 millones de euros y según Batiste esa actuación tendría una vigencia de hasta 15 años.

Pero aquí surge una divergencia entre biólogos e ingenieros forestales, que Soto la resume: «Donde unos ven combustible para el monte yo veo biodiversidad». Por eso pide «alinear la mirada de los que miden el riesgo con la de los que miden la diversidad natural. Es necesario encontrarnos y entendernos porque hay toda una escala de grises en la que seguro se encuentra el término medio», defiende.

De lo que no hay duda, añade, es que «no hacer nada no es una opción» porque, «si no gestionamos nosotros el paisaje, lo hará el fuego», avisa. Y en ese punto las visiones de ambientalistas y forestales sí convergen. Tanto Batiste como Soto defienden la necesidad de recuperar el «mosaico agroforestal», término técnico que se refiere a una configuración del suelo que alterna espacios forestales y cultivos y que sirve para «generar alternancias en el territorio para no ofrecer continuidad al combustible».

Hacer rentable el trabajo rural

Pero, ¿quién trabaja esos cultivos en localidades vaciadas, mal conectadas y con escasos servicios públicos? Ese es el gran reto a largo plazo, coinciden los expertos. Batiste percibe un «cambio de discurso político» que celebra, porque lo fácil, cuenta, es replantar «porque es más visible políticamente». De hecho, el Consell ya ha anunciado un plan integral en esa línea, superando las meras ayudas directas a los afectados.

Soto también incide en la necesidad de «reactivar el mundo rural», para lo que propone impulsar la comercialización de madera para la generación de energía. Otras propuestas apuntan al pago por servicios ambientales a organizaciones agrícolas y ganaderas extensivas.

Eso sí, el ecologista recuerda que este paso implica un «cambio cultural» para dejar de percibir como negativas las intervenciones en la montaña: «Igual que admiramos el sector primario y nos parece positivo ver a un agricultor sembrando, hay que entender que un forestal talando un árbol también ayuda».