El poder de los que mandan

La variada corrida de Victoriano del Río permitió a la terna presentar credenciales de figuras del escalafón de toreros actual

Solo el Juli consiguió doble trofeo en el cuarto, mientras Roca Rey y Rufo sumaron una en cada toro  

Jorge Villar

Jorge Villar

Se iban los tres toreros en volandas a hombros de los capitalistas y aficionados y quedaba en los tendidos la sensación de que habían pasado muchas cosas. La fiesta es así de diversa y maravillosa, de desquiciante a veces, de subyugante otras. Lo que hoy es júbilo, mañana son sombras. Sin solución de continuidad.

Y pasaron cosas ciertamente porque los astados de Victoriano del Río, en diferentes grados de bravura, casta y hasta mansedumbre, tuvieron fondo para que los tres espadas plantaran sus argumentos y extrajeran el máximo lucimiento posible. Solo un pero del encierro: la desigual presentación. Entre el escurrido segundo, que solo se salvaba por la cara, y el serio quinto, que debería marcar el listón deseable. Pero sepan ustedes que esto queda dicho y escrito, negro sobre blanco, aun a sabiendas de que volverán a colarnos sardina por mero.  

Como de contradicciones vive el hombre (y también el torero, cómo no), mostró Julián López dos caras de encontrada paradoja. Entendió a la perfección a sus dos oponentes de principio a fin. Al que abrió festejo le enjaretó un ramillete de templadas verónicas con media de remate, luego quitó por chicuelinas y tafalleras de buen son, brindó al público, se dobló por bajo para atemperar al astado y tomarle el sitio y el pulso, y deshojó una faena de técnica exquisita, más ligada por la derecha que al natural, donde el animal se empleaba menos, adornada con molinetes y algún circular. Quizá algo fría, pero casi sin mácula. Y tras cobrar media estocada que tuvo efecto rápido, se empeñó en majar el hocico del animal con constantes toques con la punta del descabello. Luego, para contrarrestar los pitos que surgían del impacientado público, trató de provocar un fingido aplauso ante la brava agonía del animal, que tampoco lo era. Una faena que podía (y debía) haber tenido premio se quedó en una gélida salutación desde el tercio. Insólito que El Juli se deje llevar por estos arrebatos de vulgaridad.

Por el cuarto nadie daba un duro. Abanto, reservón ya desde el primer tercio, comenzó Julián doblándose a media altura para gestionar la distancia y acometida del animal. La primera mitad de faena apenas tuvo eco, pero apretó entonces en una tanda diestra dejando la franela en la cara y engarzando derechazos largos con un martinete, un molinete y dos de pecho que despertaron al público, sumido en la digestión de la opípara merienda. Le sucedió otra serie de naturales largos y con fondo, luego unos circulares en las cercanías y luquesinas finales antes de cobrar un espadazo (algunos lo llaman «julipié») de eficaz efecto para sumar el doble trofeo que le abría la puerta grande.

A Tomás Rufo hay que valorarle de entrada la cuadrilla que lleva. Vaya dos tercios de banderillas cuajados y redondos. Qué personalidad, sobre todo, la de Fernando Sánchez. Cuando les pregunten dónde está el secreto de la torería, muéstrenle cómo se mueve por el ruedo este hombre, como le anda a los toros, su afán en estar sin molestar donde le toca. Sin gestos vacuos, sin estridencias molestas. Eficaz y solvente. Clásico y diferente. Torería pura. 

Aprovechó Rufo la llama encendida en banderillas por su gente para endilgarle una soberana tanda de derechazos de rodillas al toro de Victoriano del Río. Largos, ligados y con profundidad. La primera serie ya erguido sobre ese mismo pitón también importó, pero ya a la siguiente se notó que el astado había perdido fuelle. Algunos naturales surgieron con pulso y armonía, aunque el eco en los tendidos llegó con las luquesinas y el desplante final. El público demandó con fuerza la segunda oreja. La presidencia no accedió, seguramente poniendo el ojo en la estocada eficaz, pero que resultó caída. Por algo se le llama la «suerte suprema».

Pechó con el garbanzo negro en el sexto el torero de Talavera de la Reina. Manseó ya en el caballo y no quiso pelea ni se empleó. Poco más quedaba que arrimarse sin reparos y lograr otro espadazo que volvió a caer ladeado y eficaz. Oreja y puerta grande.

¿Que por qué dejamos a Roca Rey para el final? Porque de entre quienes pisan los terrenos del olimpo taurino, ninguno como él lo hace de manera más contundente. Al segundo del festejo, descaradito de pitones pero muy escurrido de carnes, tardó tanda y media en medirle el pulso y la distancia. Cráneo «previlegiado», como repetía Valle-Inclán en boca de un borracho en sus Luces de Bohemia. Como el mansito tendía a salirse del muletazo, le ganaba un paso para ligar el siguiente, y así cuajó tres series de derechazos tremendos, de mano baja y mando superior. Al natural el astado ya buscó las tablas y rehuyó la pelea. Estocada perpendicular y oreja de ley.

El quinto, que atendía por Jara, mostró desde su salida mucho celo y carbón. Se lo sacó por ceñidas verónicas y una media buena. Empujó con riñones Jara en el único puyazo que recibió, tras el que el torero peruano se lo pasó muy cerca en un quite por chicuelinas y tafalleras que sacó el ¡uy¡ de muchas gargantas. Brindó la faena al respetable y se dobló con él genuflexo para dejar claro quién mandaba allí. Pero el importante astado no regaló ni un solo viaje. La bravura tiene esas complicaciones. Frente a la bobaliconería de tantas embestidas insulsas, lo de Jara era otra cosa. Otra vez puso la muleta Roca Rey en la cara y esperó para conducir el viaje largo. No había tregua. Lo sabía el torero, que con la franela en la zocata no lo vio tan sencillo. Volvió a montar la muleta y volvieron el poder, la mano baja, el sometimiento. ¡Cuánto nos gusta combinar estos sustantivos referidos a un toro bravo! Qué vulgares resuenan ahora esas expresiones de cuidar las embestidas, exprimir los viajes, aprovechar que el animal pasa por allí... Si el toro no pone la emoción, si no queda claro que allí abajo no puede estar cualquiera, si no existe la tensión de la épica y el milagro de la lírica posterior, el toreo no es nada. Por eso figuras como Roca Rey brillan tanto en episodios así. Alguien que es capaz de dominar, someter, imponerse a la bravura sin violentarla, conquistar la voluntad del animal y obligarlo a ir allá donde no quiere; alguien, insisto, que tiene la cabeza y el corazón para llevar a cabo ese milagro, está tocado por la varita de los elegidos. A día de hoy, suyo es el poder y la gloria.  

Además, Jara le recordó que, por mucho olimpo que crea que pisa, no se puede dormir en los laureles, y que el exceso de confianza ante un toro bravo lo puede pagar caro. No pasó a mayores la cosa, pero en un desliz salió achuchado Roca Rey. Retomó la mano derecha y, esta vez con circulares de pecho, volvió a demostrar por qué está donde está. Cayó un aviso antes de que cobrara una estocada casi entera algo ladeada. Se amorcilló el animal, no quiso arriesgar con el descabello el peruano y cayó otro aviso. Tampoco ayudó la cuadrilla, que levantó al astado cuando se echó la primera vez. Vendió cara su muerte. La muerte de un toro bravo.