Probablemente, al leer el título, habrá pensado “uf, otro artículo sobre Maradona” pero sin embargo aquí está, dándome la oportunidad de leer al menos el principio. Un inicio que, ahora más que nunca, resulta clave para que siga leyendo hasta el final. Debo engancharle. ¿Pero cómo? ¿Repitiendo lo mismo sobre el Pelusa que el 99% de los columnistas? No. Así no lo conseguiré.

Antes que contarle la misma cantinela de todos, adornada con mejores o peores vocablos, prefiero empezar hablándoles de mí y, seguramente, un poco de usted. Serían las cinco y poco de un martes o un miércoles, tal vez de un jueves cualquiera, de 1988. El campo de futbito de la plaza de Paternina del barrio de Los Ángeles se había transformado en un majestuoso estadio.

Y, tras hacer el preceptivo “chapí-chapó” (método por el cual los dos `capitanes´ elegían, de uno en uno, a sus jugadores), había llegado el momento de empezar el partido. Antes de nada, he de confesar que casi cualquier cosa se me ha dado mejor que jugar al fútbol. De hecho, había niños que incluso eran reacios a pasarme el balón y por ello, había veces en las que, dependiendo de los compañeros que me hubieran tocado en suerte, tenía que buscarme la vida si quería tocar alguna pelota.

Y aquella tarde fue una de esas veces. Con el partido empatado y el imaginario árbitro a punto de silbar el final (ya estábamos desde hacía un rato en el “quien meta, gana”), me llegó un balón botando en el centro del campo. Controlé con el pecho y no la pisé. La dejé botar mientras veía como el mejor del otro equipo, un tal Pedrito, se dirigía hacia mí a velocidad de vértigo para robármela.

Ante eso solo tenía dos opciones. La primera de ellas, ser Enrique: patadón hacia donde fuera y quitármela de encima. Pero no, aquella mágica tarde tocaba ser Maradona. Así que, aprovechando el bote, le hice un sombrero a Pedrito y avancé hacia la portería contraria. No conforme con eso, como poseído por el embrujo del Diego, recorté primero a un contrario y, ante la sorpresa de todos, a un segundo. Por unos instantes hasta creí que era bueno.

Maradona rodeado de rivales de Bélgica en el Mundial de 1986 en México

Maradona rodeado de rivales de Bélgica en el Mundial de 1986 en México

Pero llegué al uno contra uno ante el portero y, tras intentar gambetearlo, tropecé con el balón o con mi propia torpeza, me caí y marré una doble ocasión: la de ganar y, la más importante, la de ganarme el respeto futbolístico de mis amigos. Y es que, como casi siempre, la bola suele preferir las caricias de los que mejor juegan.

Así que lo siguiente fue ver como Pedrito -que jugaba en el Hércules infantil- ponía las cosas en su sitio, regateaba uno a uno a casi todo mi equipo cual ingleses en México 86 y su posterior disparo besaba las inexistentes mallas. Baño de realidad para aquel niño que hoy escribe estas líneas y que aquel día, gracias a la pelota, se dio cuenta de que no todos pueden ser Maradona. Ni siquiera por unos instantes.

¿PERO QUIÉN ERA DIEGO ARMANDO MARADONA?

Si miramos los fríos números, el CV futbolístico de Maradona, aún siendo excelente, no está acorde a lo que fue como jugador. Sin ir más lejos, entre las decenas de futbolistas que tienen un palmarés bastante mejor encontramos nombres como los de Jürgen Kohler, Christian Karembeu o el italiano Gennaro Gattuso.

Todos ellos grandes jugadores pero a años luz del crack de Lanús. Quizás, en esto haya tenido mucho que ver que el astro argentino nunca militó en un club del máximo nivel. Sí, ya sé que jugó en el F.C. Barcelona, pero cuando lo hizo aquel equipo poco o nada se parecía al Barça de la década de los noventa o al del siglo XXI.

Para muestra, un botón: entre 1960 y 1984 - año en el que Maradona abandonó el Camp Nou rumbo a Nápoles- el equipo catalán solo había ganado una Liga (la de Cruyff en el 74). En sus dos años en Barcelona, Diego jugó 58 partidos, marcó 38 goles y ganó la extinta Copa de la Liga (un torneo menor) y la Copa del Rey.

Maradona en el Rico de Pérez de Alicante en junio de 1982 en el partido entre Argentina y Hungría (4-1) en el que marcó sus dos primeros goles mundialistas Perfecto Arjones

Demasiado poco para tanto jugador. Además de la azulgrana, el Pelusa vistió las camisetas de Argentinos Juniors, su amado Boca Juniors en dos etapas (con los xeneizes ganó la Liga argentina de 1981), el Sevilla, Newell´s Old Boys y Napoli. Precisamente en el entonces modesto club napolitano, Diego consiguió una de sus dos grandes hazañas al ganar el Calcio por primera vez a los poderosos del Norte (Milán, Inter y Juventus).

La segunda fue, obviamente, ganar la Copa del Mundo de México 86, donde se coronó bota de oro y, lo más importante, alcanzó la inmortalidad con su exhibición ante Inglaterra en aquella mítica tarde en el estadio Azteca. Pero los galardones, individuales o colectivos, no podrían ni acercarse a definir lo que fue el crack argentino. Para eso había que verlo jugar.

Con un solo movimiento ya te dabas cuenta de que era distinto a todos, un jugador de otra pasta. Quizás el eslabón entre el fútbol de antes y el actual, mucho más físico y donde todo está medido y controlado. Diego Armando Maradona fue el mejor futbolista pero, a la vez, un personaje de telenovela.

Multimillonario y medio quinqui; bendito, maldito y encantado de haberse conocido. Fue un activista político de sí mismo, una víctima; la caja de cerillas y la gasolina; la furia y el tiquitaca; la paz y el tormento, “D1os” y el demonio; la sakura y la retama... Si como dijo Charles Bukowski “lo terrible no es la muerte, sino las vidas que la gente vive, o no vive, hasta su muerte”, Maradona tuvo la suerte y la desgracia de tener de todo y en grandes dosis.

En la primera mitad de sus sesenta años consiguió lo que ni en cien vidas podrían lograr otros, mientras que en la segunda vivió un infierno que nadie querría para sí. Diego solo era libre en un terreno de juego (lástima que solo ahí). Eso sí, al igual que nada de lo que pudiera hacer Hemingway cuando no escribía o Picasso cuando no pintaba podían empañar “El viejo y el mar” o “El Guernica”, nada de lo que hiciese Maradona sin balón le podía restar un ápice de genialidad.

Y es que mientras los principales dominadores del fútbol mundial en este siglo XXI, Ronaldo o Messi, nunca han sido capaces más que de ser ellos mismos, Diego fue algo mucho más difícil que ser el mejor: era distinto, diferente, inimitable.

Cuando había un balón de por medio, Maradona era esa zurda inmortal forjada en el potrero más humilde de Buenos Aires; era Hemingway, Bukowski o Picasso y el mejor de los diálogos de Martín (Hache); era el trago más dulce al mate más amargo o los primeros acordes de La Cumparsita; era aquel cebollita que soñaba con ganar un Mundial y los versos que Borges nunca cambió por besos. Lo era todo. Y lo fue, en definitiva, gracias a la pelota...