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Psicofármacos: la tiranía del mal menor

España lidera el consumo de ansiolíticos y antidepresivos en Europa y en Alicante las recetas han aumentado un 31% desde 2008

Psicofármacos: la tiranía del mal menor AXEL ÁLVAREZ

Francisco Beltrán no necesita estadísticas para saber que los psicofármacos son ya el analgésico contra el dolor moral en su barrio. Cada día vende entre cuatro y veinte cajas de estos medicamentos en una farmacia alicantina que cubre una población de 2.000 personas. «El consumo va a más. Algunos clientes te dicen que gracias a los ansiolíticos, como el Orfidal, duermen como benditos. Hace poco vino un tipo de madrugada que quería un lorazepam, sin receta. Le dije que no y aún así esperó dos horas fuera hasta que le dije que en Urgencias podrían darle una. Acabó yendo y volviendo con ella... Y gente joven que viene regularmente a por ellos. Eso es lo más chocante». No tiene que hacer memoria, las escenas relacionadas con el mostrador, las benzodiazepinas y los Inhibidores Selectivos de la Recaptación de Serotonina (ISRS), las categorías de medicamentos ansiolíticos y antiepresivos más comunes en España, están siempre muy frescas.

Nuestro país lidera desde hace varios años el ranking europeo en consumo de estas sustancias: 86 dosis definidas diarias (DDD) por cada 1.000 habitantes, según datos de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) referidos a 2015. Un registro que supera las 83 dosis de EE UU y las 76 y 52 que se administran Francia e Italia respectivamente.

Las cifras en Alicante responden a otra variable, las recetas emitidas para estos fármacos al año, y también impresionan. En 2016 se firmaron un total de 2,2 millones de prescripciones para antidepresivos y ansiolíticos en el territorio provincial, según datos del Colegio Oficial de Farmacéuticos de Alicante. Suficientes para entregar una caja de Trankimazin, Noctamid, Prisdal, Prozac y otras denominaciones comerciales de estos medicamentos a cada habitante de la provincia repitiendo ración en Elche. Es además un dato que ha crecido un 31% desde 2008, cuando los boticarios recibían de médicos de primaria y psiquiatras 1,7 millones de autorizaciones.

¿Por qué son tan altas estas cifras y por qué aumenta el consumo? Los expertos localizan dos causas y un factor que determinan este efecto. De un lado, el aumento de los síntomas asociados a trastornos mentales, muchos de los cuales tendrían su origen en acontecimientos estresantes como paro, separaciones, aislamiento social, pérdida de seres queridos o mera angustia existencial, y, de otro, el triunfo de la «ideología de que no hemos venido a este mundo a sufrir y no se debe tolerar nada de dolor», según un apunte del psicólogo clínico sanitario Francisco J. Martínez que resume muy bien lo que opina la mayoría de sus compañeros. En combinación, ambos estarían lanzando en masa a una población desorientada que busca soluciones inmediatas a su malestar hacia los profesionales del sector público pero también del privado. El factor que determina que esta presión se traduzca en un crecimiento del consumo es que se aplica sobre un sistema sanitario recortado al mínimo que siempre ha sido deficitario en salud mental. Sin medios humanos para evaluar y tratar adecuadamente el sufrimiento de la gente, muchos profesionales optan por un parche que desatasca la lista de espera: recetar pastillas que influyen artificialmente en el mecanismo bioquímico del sueño, la tranquilidad o la indolencia cuando la angustia se disfraza de insomnio.

Francisco Pérez, presidente de Asociación Española de Neuropsiquiatría, resume las consultas típicas. «Te llega gente desesperada que lleva sufriendo acoso laboral durante años. Te dicen que no duermen, que están irritables y ansiosos. Te sientes impotente porque no puedes modificar nada en esa situación y acabas dándole algo para intentar aliviar el sufrimiento», afirma.

Así se produce esta tormenta de pastillas en la que malviven pacientes y profesionales.

A. y el sistema

En el año 2012, el 19% de los mayores de 15 años de la Comunidad había tomado algún ansiolítico o somnífero en las últimas dos semanas, según la Encuesta Nacional de Salud del INE. Una de ellos era A., una alicantina de 32 años que recurrió a su médico por molestias que asociaba a «un problema laboral». «Sentía nerviosismo, tristeza, contracturas musculares, molestias gástricas y dolores de cabeza. Vi que no era pasajero y fui al centro de salud. No es de mucho hablar: te escucha y te imprime recetas. Me dio ansiolíticos y antidepresivos y cita con el psiquiatra», cuenta la joven. Pasó dos meses tomando los fármacos antes de ver al psicólogo y sin saber lo que tenía. «Me diagnosticaron estado de ánimo deprimido y ansiedad, la forma leve de depresión. Lo supe por el parte de la baja». El tratamiento con antidepresivos duró un año, pero estuvo tres más con benzodiazepinas.

Por cómo habla, parece que tiene la sensación de haberse perdido varios años de su propia vida por culpa de los psicofármacos. «Te dejan en modo zombie, ni sientes ni padeces. Pueden ser un apoyo si los combinas con terapia, pero si no, sólo te sirven para anestesiar tu conciencia y ser un trapo», cuenta la joven. Asegura que tuvo que pedir que le retiraran la medicación y recurrir a un psicólogo privado. «Te dan cita al cabo de meses, y tienes, con suerte, una sesión al mes. La psicóloga no daba abasto, mi centro de salud es de los más saturados de Alicante, pero esperar un mes para alguien que está mal es mucho tiempo, así que me pagué uno». En su travesía pudo dar con el quid de la cuestión: «Al sistema les sale más barato empastillarte que pagar a más profesionales», cuenta por Whatsapp.

Cuando se descompone «el sistema» en la actividad de los colectivos sanitarios que lo forman, el problema se vuelve más complejo. La primera línea, los médicos de familia, es amplia, pero la retaguardia que forman los especialistas de salud mental es muy fina. En la provincia de Alicante hay un total de 60 psicólogos clínicos y 120 psiquiatras, la mitad de los que debería haber según el Plan Director de Salud Mental de la Comunidad para dar una atención adecuada. Por ello, ante posibles trastornos mentales, la primaria actúa en «modo filtro»: deben decidir en cinco minutos si el enésimo caso de malestar de la semana esconde una enfermedad mental, un trastorno leve o la somatización de un «acontecimiento vital estresante o AVE», en palabras de Aurelio Duque, presidente de la Sociedad Valenciana de Medicina Familiar.

Los primeros casos son prioritarios, los segundos -como A.- pasarán también a la fase de atención especializada, pero los terceros, que suponen casi un 50% del total de consultas según Julio Sanjuan, profesor de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de la Universidad de València, debe ser neutralizada ante el riesgo de agotar los escasos recursos de la sanidad pública. «Los psiquiatras se quejan de que les llegan pacientes que no deberían ver ellos. Sólo un 1% de todos los casos son trastornos graves como depresión mayor, esquizofrenia o bipolaridad. El resto son leves o alteraciones del ánimo», asegura el representante de los médicos de primaria.

Así las cosas, el médico calcula en unos minutos las probabilidades de que la persona que tiene delante suponga en ese momento más riesgo para el sistema -y por tanto para pacientes más graves- que para sí misma. De su habilidad depende que una consulta que tiene la obligación de filtrar se salde con un volante, con una receta o felizmente facilitándole un clínex y algunas ideas positivas. Pero las cifras hablan por sí solas. «Hay sobrepresripción. El 90% de las recetas de antidepresivos en España las emiten los médicos de familia», asegura Sanjuan. Somnífero durante tres semanas y seguimiento para evaluar si el malestar persiste o no. Que pase el siguiente.

Es fácil que muchos lleguen a la red de psiquiatría, donde se reproduce la misma sensación de tener que responder con medicina a un problema que es social o psicológico. Los especialistas comprenden a sus compañeros de primaria. «Están saturados. Hay pocos psiquiatras, pero aún menos psicólogos y no hablemos de trabajadores sociales o enfermeros, que ayudan mucho en estos problemas. Es más fácil recetar que derivar. Y entonces se produce la medicalización de la vida cotidiana. Es una solución de país pobre», sostiene el presidente de Asociación Española de Neuropsiquiatría. «El sistema» acaba dando la razón a lo que cuenta la joven desde el otro lado de la mesa.

Esta, más que la recurrente sospecha de que el lobby farmacéutico esté fomentando su prescripción a través de los médicos -los psicofármacos ya no son el negocio que eran hace 20 o 30 años, cuando aún no había tantos genéricos-, es la tesis más aceptada del triste éxito de estas drogas.

Triste porque en los casos leves «sólo alivian los síntomas, no solucionan los problemas de fondo», como apunta el citado psicólogo clínico, mientras que dejan tras de si a una enorme cantidad de personas anestesiadas de manera crónica. H., un treintañero residente en Madrid recientemente divorciado, en búsqueda de empleo y en tratamiento por depresión, lo cuenta así: «Este "soma" -en referencia a la sustancia que mantenía en orden a la sociedad distópica que dibuja Aldous Huxley en Un mundo feliz- nos quita parte de lo que somos, nos anestesia y la sensación es peligrosamente atractiva. Te engancha, es como las gafas para un miope, te hace sentir que ahora todo está correcto. Pero no puedes permitir que esa normalidad dependa de un agente externo», escribe a través de Facebook.

Buscadores de felicidad

Desde 2008, la torsión que está experimentando el sistema social español, con profundos cambios tecnológicos, económicos y relacionales, está dejando a muchas personas fuera de juego y pidiendo camilla. Aunque el vínculo entre crisis y trastorno mental está discutido, sí hay consenso en que las turbulencias de los últimos años están detrás de muchos de los cuadros que se presentan al pedir ayuda. Según se recoge en la Estrategia Valenciana de Salud Mental de la Generalitat, entre toda la población alicantina atendida en 2015 hubo 63.651 diagnósticos de trastornos de ansiedad, de percepción de uno mismo y la realidad (disociativos) y somatizaciones de origen psicológico.

Pero hay más agentes creando hipocondría y estos tienen más que ver con el carácter de la sociedad contemporánea. José Bustamante, psicólogo con consulta en Alicante y Elche, señala a la cultura del «tú puedes con todo si te lo propones» como una gran generadora de frustración. «Te están diciendo que eres un genio en potencia y que si no consigues todo lo que te propongas es únicamente por pereza. Al final la persona se siente culpable y puede hundirse. Te están diciendo que se puede y se debe ser feliz siempre», afirma.

Esta cultura del estar bien ya y sin dolor genera absurdos como el que vivió hace poco el profesor de Psiquiatría de la Universidad de València. «Vino una madre con su hijo de 20 años a consulta. Le había dejado la novia y tenía ansiedad. Ella le había dicho que "el psiquiatra te lo quita como el médico te quita la neumonía"», cuenta por teléfono. Es un caso perfecto para ilustrar la categoría de «buscadores de la felicidad» de la que habla en su libro ¿Tratar la mente o tratar el cerebro?: gente «que está insatisfecha y es infeliz y busca soluciones a a su ansiedad y malestar pero sin padecer ningún trastorno». Sostiene que cerca de la mitad de los atascos en la sanidad los están provocando ellos.

«El duelo de un hombre que ha perdido a su mujer; la ansiedad del padre que ha tenido que irse a trabajar fuera y se encuentra con hijos adolescentes y nuevas dinámicas en casa; la mujer con cáncer de pulmón y dolor crónico y hasta gente a la que se le ha muerto la mascota», cuenta Duque con ánimo de reflejar la variedad de acontecimientos que pueden demandar tratamiento. «Nada de esto es un trastorno mental».

Las soluciones a la tiranía de los psicofármacos son varias y más complicadas que tomarse una pastilla que, por tres céntimos, te transporta a mañana. Subir la ratio de psicólogos clínicos hasta estándares europeos, con 18 profesionales para cada 100.000 habitantes en lugar de los cinco que hay en España. Coordinar la medicina familiar con el trabajo social y la terapia ocupacional -«a mucha gente le receto que se apunte a teatro o que pasee al sol», cuenta Duque-. Hasta, lejos de reducirla, reforzar la enseñanza de ética y filosofía en Bachillerato para que las nuevas generaciones comprendan desde pronto que «la vida no tiene tratamiento», como dice Pérez desde AEN y que «sufrir también es parte de vivir», como ha aprendido H. mientras trata de salir adelante sin la ayuda de las pastillas.

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