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El drama de la soledad

La mitad de la población sufre aislamiento involuntario varias veces al año y un 9% vive instalado en él.

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l jueves es uno de los días preferidos de la semana de Ana María. Es cuando recibe la llamada de Inmaculada o de Loli, las dos «señoras o señoritas, no lo sé» que marcan cada martes y cada jueves su número desde las oficinas alicantinas del Teléfono de la Esperanza para preguntarle cómo se encuentra, qué tal está su marido, cómo les va a sus hijos. Para darle pie a hablar y ofrecerle una compañía tan protésica como útil. «Me he sentido sola toda la vida y me siento sola ahora. Cuando me da la ansiedad, sólo tener a alguien que me diga "respira hondo, todo está bien", me alivia mucho», cuenta esta albaceteña de 83 años afincada en Alicante desde que se casó.

Su marido le pregunta quién es y le deja seguir con la conversación. «Él es muy bueno, pero no te le quejes, ni le hables de muerte ni de cosas así. Yo no tengo amigas ni nadie con quien hablar de estas cosas, se lo cuento a ellas dos, a usted, a algún vecino. Hay muchas cosas en las que no me puedo abrir y en las que no me pueden ayudar», continúa Ana María. Debe colgar; viene su nieto a comer y serán cuatro en la mesa en unos minutos.

El desarraigo tras abandonar su pueblo, la crianza de tres hijos naturales y uno adoptado y la crisis que lanzó a este último al paro, el divorcio y la drogadicción mientras ella superaba un cáncer y su marido un trasplante la han convertido en una madre funcional por fuera y en una persona de piel para adentro que calla en familia y se desahoga con desconocidos.

En España, pese al estereotipo de ser modesta pero alegre y familiar, hay mucha gente que está y que se siente sola. En 2015, un estudio de la Fundación Axa y la Fundación Once, expuso que casi la mitad de la población, un 47,1%, siente varias veces durante el año que no tiene la calidad que desearía en sus relaciones personales, mientras que hay un 8,7% que vive instalado en la carencia de compañía.

Si bien puede interpretarse de muchas maneras, una de las definiciones más útiles de soledad es «la ausencia real o percibida de relaciones sociales satisfactorias, que pueden ser acompañadas por manifestaciones de sufrimiento psicológico», como recoge del investigador J. E. Young el citado informe. Al ser un problema social tan escurridizo, la estadística lo busca en los malos momentos de la población, cuando es más fácil que este «desencuentro entre lo deseado y lo vivido» como lo describe otro investigador, despliegue todas sus facetas. Y hallan que en el cénit del progreso europeo, la friolera de 30 millones de personas de la Unión no tiene a nadie a quien pedir ayuda cuando la necesitan (un 6% de los 507 millones de habitantes de la UE), una cifra similar a la de quienes «no cuentan con ninguna persona para tratar sus asuntos personales», según datos de Eurostat relativos al año 2015.

Cuando los autores del informe han realizado preguntas similares en España, hallaron que un 14,5% de sus habitantes no cuenta con nadie cuando tienen problemas o necesitan consejos. Y con que casi una cuarta parte de ellos, el 23%, no acude a ninguna persona cuando la soledad irrumpe en sus vidas.

En silencio, el aislamiento de los individuos se acumula en ciudades cada vez más pobladas, se cronifica en los centros de salud y se manifiesta en la economía en forma de baja productividad sin que nadie sepa cómo espantar un fantasma que hasta no muchas décadas el pueblo y la familia mantenían vivo pero encerrado. Y si bien es cierto que el rostro de la soledad involuntaria está ajado por los años -el 48% de los encuestados creyeron que los mayores y jubilados son los más propensos a padecerla- investigadores, profesionales sanitarios y miembros de ONGs señalan que la nube gris del aislamiento se extiende cada vez más entre adultos jóvenes y personas de mediana edad. «Cada vez va a haber más gente que vive sola y cada vez más gente que dice sentirse sola», asegura Juan Díaz, autor del estudio y fundador del Centro Investigaciones Sociológicas (CIS).«Loneliness» y «solitude»

Lo dice sin alarmismo. «Yo vivo solo desde el 88 y no me ha pasado nada». El también catedrático representa la cara exitosa de la soledad, esa independencia personal a la escandinava que se asocia a una vida plena, cómoda y en comunión con uno mismo sin ataduras sociales. En su estudio detecta que dentro del 19,5% de los españoles que viven solos, un 11,6% lo hace por elección, y no es casual que sean quienes se sienten más orgullosos de sí mismos, de sus logros y de la opción vital que representan.

Los ingleses disponen de la palabra «solitude» para distinguir esa soledad deseada del reverso involuntario del aislamiento, llamado «loneliness». En nuestro país hay un 7,9% de la población que no comparte su espacio y su tiempo porque no tienen quien quiera hacerlo.

Ellos sufren más este mal abstracto tan fácil de detectar -«la soledad es una sensación desagradable, como tener hambre o sed», apunta Joan Gené-Badia, médico, investigador y editor de publicaciones de la Sociedad Española de Familia y Comunitaria-, pero no los únicos. La mitad de quienes viven con sus familias o parejas y un 62% de quienes comparten piso han experimentado este malestar al menos una vez al año.

La vida cambia

España ha recorrido la ruta del progreso por autopistas y patatales a toda velocidad. Ni las instituciones ni la población han tenido tiempo de adaptarse a la vida moderna.

Díez detecta que la migración del campo a la ciudad durante los años 60 y 70 rompió las cadenas de las sociedades rurales pero se llevó por delante también la potente red de apoyo que sigue manteniendo los indicadores de aislamiento más bajos en los municipios pequeños. Poco después y sobre todo en la ciudad, la población se postró a un omnipotente orden económico que ya no temía la revolución social tras el fracaso del comunismo. Impuso la competición contra todos como único mecanismo para mejorar.

El sociólogo cree que su gran aliado fue la televisión. Decretó que de ahora en adelante expectativas y realidad debían ser una misma cosa para todos sin considerar que la audiencia eran millones de personas radicalmente desiguales entre sí que vivían en entornos igual de asimétricos.

A la vez, la familia nuclear se desgajaba, gracias también a la desaparición del control social propio del campo en el anonimato de las ciudades. Y si bien la coherencia moderna está llevando a muchos a cumplir sus aspiraciones de individualismo, independencia, libertad y disrupción, está generando un residuo de difícil gestión. La soledad de quienes no pueden adaptarse a la precariedad de las relaciones y del empleo.

Este es el relato que explica por qué los indicadores construidos por Díez y María Morenos para estudiar la soledad en España confirman que los factores que más influyen en el malestar por aislamiento son el estado civil, los ingresos mensuales y el tamaño del hábitat.

«En un mundo tan competitivo, la crisis, por ejemplo, ha sido motivo de agravamiento de estas situaciones. Incluso en el caso en el que se disfrute de un entorno familiar o social favorable, determinadas circunstancias o dificultades, como puede ser la pérdida del trabajo, pueden llevar al individuo a un aislamiento interno y a un sentimiento de inutilidad», recogen en su informe. «El capitalismo financiero es más inhumano que el industrial», recuerda Díez.

Internet, la nueva televisión, también contribuye. Entre quienes centran todos sus esfuerzos en mejorar su posición, normalmente los adultos jóvenes, el exhibicionismo de las redes sociales puede favorecer conductas de aislamiento. «Internet y las redes exigen mostrar un determinado nivel de bienestar y eso puede conducir a una doble frustración. Ven su realidad y la comparan con la que aparentemente viven los demás que parecen siempre estar muy bien. Es un sentimiento que ayuda a que la persona se cierre y pierda relaciones», cuenta Germán Ricardo, psicólogo y director de programas en la división alicantina de la ONG. Los datos de Díez apoyan su razonamiento: Un 16% de los españoles relaciona la soledad con la sensación de fracaso personal.Solitarios

Mira estadísticas en el ordenador con el teléfono inalámbrico a su lado. Es casi Navidad, pero la sensación que experimentan los solitarios en estas fechas tarda algunos días en transformarse en una llamada al Teléfono de la Esperanza. No ha sonado en varios minutos. «En diciembre y en agosto atendemos a un 10% menos de personas, pero repunta en los meses siguientes. Llamarán esas personas que hoy se dicen " quiero que pasen ya las fiestas"», explica el presidente de la organización alicantina, Francisco Sabuco. Ricardo aprovecha el parón para ordenar datos. «Este año hemos recibido 4.500 llamadas. Casi todas tienen que ver con problemas psicológicos y relacionales, pero también hay quien busca asesoramiento legal», explica. En los cuatro despachos del entresuelo que ocupan en un edificio de la capital de la provincia hay un voluntario con dos años y medio de formación que incluye nociones de psicología y rudimentos jurídicos. No es hablar por hablar. «Intentamos que pongan en orden sus ideas», asegura Sabuco.

«Tenemos muchas llamadas sobre problemas con adolescentes, y también de incomunicación en la pareja. Normalmente ya se han convertido en desencuentros graves tras 8 ó 10 años de convivencia. En menores de 35 las rupturas son también el motivo más frecuente para llamar», apunta el director de programas.

En un contexto social como este, la ONG absorbe y neutraliza una parte importante del malestar. Desde que la economía española se gripó en 2007, el servicio provincial ha atendido 57.497 llamadas, de las cuales el 47% tenía como problema principal o secundario el aislamiento involuntario y la incomunicación. Este año que se despide ha recogido la cifra más alta de llamadas de alicantinos por este motivo desde 2014.

Aunque lo pueda parecer, no es un recurso para viejos. Apenas el 8% de las atenciones de este año fueron reclamadas por mayores de 65 años. Muchas personas de mediana edad se refugian en estas charlas sin tiempo límite que les permiten extraer lo que callan, hilar la maraña de fantasías y hechos que es la mente de quien sólo habla consigo mismo.

Como casi todo el dolor, la sensación de soledad es una alarma de que algo no va bien. En su estudio «Aislamiento social y soledad: ¿qué podemos hacer los equipos de atención primaria?», el médico barcelonés señala que la tensión asociada al aislamiento se explica por la vigilia que debía mantener un individuo que estaba solo para protegerse de depredadores. «Hoy lo podemos interpretar como una manera de protegernos de cualquier desaprensivo que se pueda aprovechar de nuestra necesidad de compañía», determina en su trabajo.

Pero si bien tiene sentido evolutivo, dificulta el objetivo de conseguir una adecuada conexión con otras personas. Cuando se penetra solo en la cueva se es cada vez más torpe a la luz y ante la gente.

Además, el solitario somete involuntariamente a su cuerpo a una serie de desregulaciones biológicas que aumentan los hábitos no saludables debido al estrés. Para Gené-Badia, el aislamiento involuntario prolongado supone una probabilidad de más del 26% de sufrir muerte prematura. Es un factor de riesgo para la salud «equiparable al tabaquismo o la obesidad», afirma el facultativo e investigador.Más planes, menos pastillas

Hace unos días, el magistrado cullerense y portavoz de Jueces para la Democracia Joaquim Bosch Grau dejaba esto escrito en su cuenta de Twitter: «Cada vez me pasa más como juez de guardia encontrarme con cadáveres de ancianos que llevan muchos días en avanzado estado de descomposición. No sé si está fallando la intervención social o los lazos familiares, pero indica el tipo de sociedad hacia la que nos dirigimos». El viernes llevaba 17.000 retuits.

Quienes se han inmunizado contra los dramas morales de esta época no podrán esquivar su derivada material, porque la soledad tiene también impacto en los presupuestos públicos. Gené-Badia resume qué le hace la soledad de los mayores a los servicios de salud. «La población anciana aislada consume más recursos sanitarios, tiene un mayor riesgo de caídas, más ingresos hospitalarios, más institucionalización y necesita más atención hospitalaria», afirma en su estudio. Abandonar a la gente sale caro.

La incapacidad del Estado para responder a este subproducto de la sociedad moderna ha estimulado la creatividad de quienes no pueden mirar para otro lado. En una sanidad pública que «sólo sabe dar respuestas biomédicas a problemas que son sociales», en opinión de Gené-Badia, y hartos de tapar en vano la somatización del malestar ciudadano con ansiolíticos, los internistas están improvisando soluciones aliándose con profesionales de otras ramas.

Aurelio Duque, representante de los médicos de Atención Primaria en la Comunidad Valenciana, explica el tratamiento contra la soledad en la vejez que ensayan con éxito algunos centros de salud. «Lo llamamos prescripción social. Recetamos a los pacientes que hagan aquagym, excursiones en grupo, gimnasia en polideportivos, cantar en coros. Y funciona; vemos que quienes se integran en este tipo de actividades usan menos analgésicos y psicofármacos», cuenta por teléfono. Una cuarta parte de los vecinos que atiende en su consulta tiene más de 75 años.

Pero no ayudas a un ser humano hundido con un «apúntate a». Los dos médicos de familia consultados señalan que el acompañamiento sólo funciona cuando hay un catálogo de recursos -una lista con las asociaciones, instalaciones y grupos de diferentes actividades que hay en cada barrio- y un trabajo de mediación y seguimiento por parte de técnicos no sanitarios, como trabajadores sociales o terapeutas ocupacionales. «El problema es que no hay un organismo nacional de servicios sociales; por lo que dependemos únicamente de la motivación de estos profesionales para ofrecer este remedio», lamenta Duque. En las direcciones hay consciencia del problema pero no determinación para atajarlo.

Vamos camino de tener derecho a un trabajo, a una vivienda y a estar acompañados. Hace dos años, el 64% de la población creía que la soledad es un problema que debe ser tratado por las instituciones públicas, mientras que sólo un 29% pensaba que es una cuestión privada de la que debe encargarse cada individuo. Deshechas las redes informales que la sujetaban, la ciudadanía reclamará que un mecanismo oficial solucione el problema. Paradojas; serán los euros y los votos que la han causado quienes al final tengan que ocuparse de ella.

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