«Que te la pongo, que te la pongo; que te la pongo y no te enterarás».

«La inyección» (1977), rumba de Los Amaya.

Sucedió que me encontraba esperando en la zona de observación/reanimación del Polideportivo del Toscar, tras resultar agraciado de manera inopinada con la primera dosis de la vacuna Vaxzevria (no, no es la rusa, aunque lo parezca; es como se llama ahora la innombrable, antes conocida como A-Z), haciendo tiempo por si me venía algún trombo negacionista o el pelo se me ponía verde, cuando leí que la acreditada cosmóloga estadounidense Janna Levin ha escrito no uno sino dos libros sobre los agujeros negros, esos colosos siderales que se tragan todo lo que encuentran a su paso, desde galaxias enteras a otros de su misma especie y hasta la mismísima luz, sin reparar en si suben o bajan las tarifas eléctricas.

Habrá más de un autónomo o trabajador por cuenta ajena que piense que no hace falta viajar al cosmos, que el covid-19 les ha hecho lo mismo a ellos aquí en la Tierra: los ha engullido sin consideración alguna, dejándolos en la más absoluta oscuridad. Bien, pero para utilizar con propiedad científica esta analogía, mejor tendríamos que colegir que lo que les ha sucedido en realidad es que se han visto sacudidos por las ondas gravitaciones procedentes del agujero negro provocado por el Big Bang pandémico en la economía (y la salud, por supuesto, aunque en términos cuánticos esta variable es relativa: recuerden el caso del gato de Schrödinger).

En cualquier caso, no hay que perder la esperanza, ni siquiera al franquear la puerta del mismísimo infierno, porque como cuenta Levin en El País, dentro de los agujeros negros, hasta el más oscuro de todos, hay paradójicamente mucha luz, producto del volumen ingente de fotones que engulle sin parar. Y añade que, al menos en teoría, una persona de peso medio de cualquier sexo, condición e ideología podría pasarse un año (en tiempo terrestre, que allí vete a saber cuántos son) cayendo hacia el centro del gigante sideral para, una vez llegado a dicho punto, o bien desintegrarse en millones de átomos y partículas subatómicas que se irán cada una por su lado, o bien acabar de cuerpo entero en otra dimensión (opción, evidentemente, más saludable).

Siendo así, cavilé en mi espera que si dentro de un agujero negro hay luz entonces al final de este largo túnel también ha de haberla, y que después de pasarnos un año en caída libre, igual salimos en otra dimensión donde los gobernantes sean personas sensatas y basen sus acciones en el sentido común y el bien general, guiados por el entendimiento, la ética y el recto proceder, en el sentido aristotélico. O puede que no, que tras caer en el lado oscuro aparezcamos de nuevo en la misma dimensión, la de ahora, con los Sánchez, Casado, Arrimadas, Ayuso, Iglesias, Abascal, Puigdemont y compañía, con lo cual vaya chasco sideral, porque Levin no dice cómo puede uno volver a meterse en el agujero negro desde abajo y probar de nuevo el salto cuántico.

Menos mal que en ese momento me avisaron de que ya me podía ir, porque estaba empezando a notar ahogos y palpitaciones ante la nada halagüeña perspectiva de que siguiéramos atrapados en esta realidad espacio-temporal. Mientras iba dejando atrás el pabellón (y la perfecta organización, todo hay que decirlo), reflexioné: ¿y si esta aterradora perspectiva era, en realidad, producto de un coágulo u otro efecto secundario de la vacuna? ¿Debería comunicarlo a Sanidad para que lo incorporen al prospecto de la Vaxzevria? Como me daba pereza volver a consultarlo con los sanitarios, me encomendé a san Pascual Bailón al pasar frente a su reubicada ermita del Toscar y proseguí mi camino. Eso sí, atento siempre a los trombos venosos.

Peliagudo tema este de las vacunas, sin duda (cuando no hay porque las queremos de la marca que sea y cuando hay porque queremos elegir), pero dejando esta cuestión al margen, a la ciudadanía ilicitana también parece preocuparle sobremanera el asunto de las terrazas (la terraza, en este caso) en Corredora/Glorieta. El alcalde, Carlos González, y su lugarteniente Héctor Díez (a quien Pablo Ruz ya se refiere con retintín como el sucesor... ¿en la Alcaldía?) son partidarios de las medias tintas, de que se instalen, dentro de un orden y concierto, mientras que sus socios compromisarios quieren la nueva vía ciclista-peatonal libre de mobiliario hostelero de cabo a rabo.

Hay al respecto una ordenanza municipal en proceso de elaboración para clarificar este peliagudo asunto, porque la actualmente en vigor, más la pajera abierta por mor del covid, que permite llenar de mesas, sillas y parasoles cualquier espacio disponible frente a bares y cafeterías, no tiene en cuenta la nueva realidad sostenible de esta vía principal. El líder popular, más sensible al pálpito de la calle, ve bien la susodicha terraza por lo de la reactivación económica y tal, y para demostrar su inquebrantable apoyo a la hostelería local, ya se ha tomado una infusión sentado tranquilamente en el controvertido emplazamiento.

Y ya que estaba en la calle, el animoso jefe de la oposición decidió realizar una expedición hasta Arenales, tras raparse la cabeza a lo Frank de la Jungla y ataviarse de pies a cabeza con la pertinente vestimenta de Coronel Tapioca (menos las botas, que eran de Panama Jack). Una vez allí se adentró, con el machete en una mano y el aután en la otra, en las entrañas del lóbrego hotel, para denunciar la proliferación de suciedad, insectos, ratas y otras especies (se han visto ya algunos flamencos y una pareja nidificante de cercetas), además de variada vegetación palustre. Desde allí, subido en la valla perimetral, Ruz reclamó al alcalde que, o tira de una vez lo que queda del edificio o, en su defecto, convierte el lugar en un paraje natural dentro del ecosistema Clot de Galvany-Balsares-Carabassí, amparado por la red Natura 2000.

González todavía no ha dado respuesta a tal petición ni se ha sentado en la terraza de la Corredora, porque anda liado con otros asuntos no menores. Y es que últimamente le falta tiempo para tratar de enmendar los pinchazos de sus compañeros del Gobierno central. Ya con los presupuestos generales para este año se vio que no le tenían en mucha estima (ni a él ni al municipio) y ahora han dejado fuera de los planes estatales de reactivación resiliente al motor industrial de la comarca, el calzado. Ha tenido que montar una cumbre en toda regla con patronales, sindicatos y otros alcaldes zapateros de toda España para ver de arreglar el descosido en la puntera y, por añadidura, la nueva amenaza de subida de aranceles por parte de Estados Unidos. Lo primero parece que lo puede arreglar Ximo Puig; para lo segundo, habrá que invitar a Biden a la próxima cumbre.

Por si fuera poco este enjundioso asunto, el alcalde ilicitano se ha visto impelido a enarbolar de nuevo la bandera del trasvase Tajo-Segura ante el nuevo embate del gobierno castellano-machego en connivencia con el ministerio de Transición Ecológico-Sostenible (ambos en manos socialistas, por cierto). Pero en esta ocasión, además del president Puig, que incluso avisa con recurrir lo que haya que recurrir, González cuenta con la inestimable implicación de la consellera ilicitana del ramo (de la agricultura y del asunto de la transición), la compromisaria Mireia Mollà, en consonancia con sus raíces agrarias. Toda ayuda es poca.

«¡Al suelo, que vienen los nuestros!», se le oyó murmurar a la primera autoridad en una de las tantas reuniones que ha tenido estos días sobre estos menesteres, aunque luego negó a una periodista haberlo ni siquiera pensado.

En fin, ya les contaré en qué queda lo de los trombos.