El fútbol languidece, se apaga, va mutando en otra cosa, una que suscita idéntica pasión, pero resulta mucho menos vistosa. Entre todos lo estamos convirtiendo en un bostezo. La tecnificación, los sistemas, los vectores, la fiscalización de las distancias, de los esfuerzos, de la cantidad justa de hidratos y proteínas... El balompié como fenómeno de masas tiene ahora más que ver con la rutina y el automatismo que con la improvisación y la genialidad. Ganar está muy bien. Y aunque todos juran que aspiran a eso, la realidad es que la base irrenunciable de la que parte la mayoría es la de no equivocarse, la de no perder. Los tiempos libertarios de un gol más que el rival son ahora el eco apagado de la nostalgia. El lema actual es: «metemos uno, y para casa». Y ahí radica la trampa. Si te fijas como objetivo una cifra tan exigua, el empate a cero en el minuto 80 no te angustia. Antes, asumir ese axioma te convertía en un equipo pequeño, pero ahora ya no, ahora te carga de razones, de poder, el resultado es el único fin verdadero, y así seguirá siendo, contra la lógica matemática no se puede luchar.

Hércules y Alcoyano, mismo trabajo, pero distintas herramientas.

El silogismo se entiende fácil. Si tener la posesión del balón te garantizara la victoria, los equipos de Pep Guardiola lo ganarían todo. Como eso no sucede, no perdamos el tiempo trabajando la circulación de la pelota y centrémonos en lo que sí pueden hacer todos los futbolistas, los que tienen talento y los que no: defender a la vez. Si logras que nadie te haga goles, solo necesitas hacer uno para llevarte la victoria. David Cubillo y Vicente Parras tienen la misma concepción del juego, pero con una salvedad, al segundo le obligan sus recursos limitados y el primero lo elige como arma principal a pesar de disponer de mimbres para probar algo distinto. A ninguno puede reprochársele nada dado que a ambos se les reclama el mismo resultado: ganar.

La satisfacción de los dos entrenadores al final del encuentro refleja su pensamiento. De repente, por sublimación de las nuevas tendencias, un buen puñado de equipos, convencidos por sus técnicos, se sienten más cómodos sin el balón. Pero al fútbol se juega con pelota, aunque ya nadie le preste atención, aunque no se la tenga en cuenta. Mimarla se ha convertido en algo obsceno, reprochable, chicloso, blandengue. Y la consecuencia es inmediata: si uno de los que juega no es tu equipo, no te tragas entero el partido.

El once se perpetúa, nadie es capaz de reivindicarse, el error penaliza.

Una constante que ya no se discute es la idoneidad del once titular. Cubillo tiene muy clara cuál es la prioridad y quiénes se la sirven mejor. Alfaro, enemistado con el gol, trabaja hacia atrás y eso cierra la puerta al bien pagado talento ofensivo de Pedro Sánchez. Es solo un ejemplo, pero hay más. Buenacasa y Garrido están por delante de Benja, Benito no tiene sitio, Erice no encaja en el sistema, Abde se perdió para la causa en la última defensa en Ibiza, Íñiguez ya se ha ido y a Raúl Ruiz le va a costar volver a proyectarse en ataque. Es como si Moyita fuera el único exceso creativo que se pudiera permitir el ideario de don David.

En su ausencia, que Appin inicie todos los ataques habla muy bien del portento marsellés, de su capacidad de sacrificio, de su ubicuidad, pero no tanto de la ambición del conjunto. Pedro Torres desperdició ayer una gran ocasión de sentirse capaz de mover al equipo, de hacerlo bailar a su ritmo. Ayer no hacía falta ganar el partido, pero era el día para acabar con la dictadura de la moral que ha convertido al Alcoyano en un rival imbatible, de convencerse a sí mismo de que se puede confiar en que este año sí, que el liderato no es una quimera. No sucedió. Volvió el fantasma de las arrugas en las citas importantes. El conformismo es una actitud perfectamente válida, pero si no arriesgas, te quedas siempre en el mismo lugar.